Opinión Nacional

De un mito mayor

Debate histórico y no político

Experimentamos una suerte de prolongación de la lucha armada de los años sesenta, en la versión del “partido de la montaña” que se negó a aceptar la derrota política de 1963, e incursionó – junto al MIR- en el movimiento de renovación universitaria de finales de la década, adulterándolo. Tratamos de una ilusión extemporánea, con la misma Cuba al frente, que escasa ayuda concede a quienes actualmente ejercen funciones de gobierno, adulterando – ésta vez – el marxismo que dicen profesar.

La guerrilla –como mito mayor – confunde a actores y circunstancias, propósitos y eventos, planteada artificialmente como un hecho político y no – naturalmente – histórico, tornando el socialismo en curso en una objetiva experiencia revanchista que alcanza a justos y pecadores. Recodemos los insistentes reproches parlamentarios que le hacía el viejo dirigente pecevista Raúl Esté a César Pérez Vivas, cuando éste apenas iniciaría su vida escolar al prender la subversión urbana y rural contra el gobierno de Betancourt, ocupado también en atajar el golpismo de derecha.

Al menos, convengamos con Cárdenas en que – por entonces – “ni los partidos insurreccionales ni contra-insurreccionales demostraron estar bien preparados para el papel que les enseñaba la violencia insurgente”, aunque unos se representaban como la más viva encarnación de la revolución afincando el látigo sobre los otros, epígonos de la reacción [1]. Ya aventajados por la perspectiva que otorga el tiempo, podemos aseverar que la subversión marxista se quemó en su propia candela, tardando la otrora democracia representativa en aprender a apagarla; verificar que aquélla no monopolizaba todas las aspiraciones revolucionarias, pero atraía poderosamente los más afanosos maximalismos; y nada impide presumir que un Alí Lameda hubiese sufrido el cuartel San Carlos, algo incomparablemente mejor que el miserable calabozo que lo mordió en la lejana Corea del Norte.

Ciertamente, fueron tiempos para una abusiva incursión criminal de los cuerpos de seguridad del Estado, tan deplorable como la irresponsabilidad de hacer literalmente la guerra y de llevar a numerosos contingentes de jóvenes al sacrificio inútil, por no mencionar los casos de ajusticiamiento físico y moral que padeció el propio movimiento insurgente para saldar sus diferencias internas. Convertida en sombría razón de Estado, está la nómina fatal de los perseguidos, encarcelados, torturados y muertos, al lado de los inocentes y humildes “policías de punto” y campesinos sorprendidos por los proyectiles, aunque no logramos asumir cabalmente casos como – por ejemplo – el de “Daniel Mellado, muerto en acción cuando intentaba dinamitar un avión de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos” o el de Livia Gouverneur, “asesinada durante una acción en defensa de la Revolución Cubana” de acuerdo a García Ponce [2].

Hay versiones encontradas respecto a Gouverneur, cuyo nombre – por cierto – emblematiza hoy la sede del centro de estudiantes de la escuela de Psicología de la UCV, curiosa e incomprendida herencia para las generaciones que dicen enfrentar otros desafíos. Lo referido por Jesús Sanoja Hernández o Manuel Caballero, incluida la hipótesis del homicidio realizado por un compañero de acción [3], nos remite a la necesidad de una investigación definitivamente histórica, en lugar de recrear una sorprendente polémica política presta para el maniqueísmo, la simplicidad y la revancha.

Quizá no fue el debate ideológico, forzado por el reconocimiento de la derrota guerrillera de los principales partidos de la subversión (PCV y, finalmente, el MIR), el que propició y sostuvo al “partido de la montaña”, sino el desarrollo de una ambientación ultraizquierdista que esperaba pacientemente por una definitiva y decisiva alianza cívco-militar, avisada por “El Porteñazo” y “El Carupanazo”. Añadimos importantes y duraderos supuestos, como los formulados por Douglas Bravo, quien –a modo de ilustración – dijo fungir como una alternativa frente al “insurreccionalismo” bolchevique y al “foquismo” debrayano (o “debraylista”), idenificada con los propulsores de la independencia latinoamericana, motorizada por un partido de la integración (que no, federal), confiada a los sectores marginales urbanos, plenamente consciente del socialismo proclamado en Cuba después de la conquista del poder [4]. Huelga comentar la confesa admiración rendida por el Presidente Chávez al antiguo mentor que – principalmente – le enseñó a evadir toda persecución.

Militarización de la memoria

Las constantes referencias a la ya distante etapa guerrillera venezolana, especialmente facturadas en el seno de la actual legislatura nacional, seguramente reproducidas en los parlamentos regionales, contribuyen a la interesada recuperación de un pasado extraño a buena parte de las generaciones actuales. La asombrosa identificación del presente con un pasado tan discutible, confirma aquello de “construir el pasado es construir su sentido” [5]: a falta de argumentos, bien vale darle plasticidad a la nostalgia.

Parece insuficiente, inconsistente o riesgoso, aludir a la alianza cívico-militar para buscar y reforzar la equivalencia entre revolución e identidad nacional, aunque – consabido – el respeto y el prestigio de la Fuerza Armada Nacional ontológica (o metafísicamente) se confunden con la gesta independentista misma. Existe una prolija literatura al respecto, pero hagamos tres útiles precisiones en torno al discurso militar del chavezato.

Por una parte, el trasfondo histórico de un arsenal simbólico que vincula las proezas militares a las capacidades políticas, convertido el soldado en garante de la perennidad de la nación frente a los perversos enemigos, ávidos de poder (no otros que los políticos). Y, aunque no está comprobada una relación, directa y cualitativa entre las gestas militares y el ejercicio republicano del poder como deducimos de Pérez Tenreiros [6], no cabe duda alguna del importante ingrediente castrense para nuestra identidad nacional: no por azar, el Día de la Independencia es simultánea y oficialmente, el de la Fuerza Armada Nacional.

El Presidente Chávez empleó hábilmente la memoria militarizada del pueblo venezolano, parafraseando a Hébrard, pues – significativamente, por fracasada que haya sido la asonada de 1992 – se hizo de la condición de profesional de las armas para tocar uno de los resortes psicológicos del sedimento autoritario de los venezolanos. Así, por otra parte, en buena medida, fue elegido por 1998 en virtud de su condición militar, por ende, libre de toda sospecha y vinculación con los intereses partididistas, aunque – tardamos en descubrir – que tal pureza se convirtió en un rudo afán ultrapartidista, agravándose la corrupción y militarizando toda la vida social en la medida que intenta milicianizar a la institución castrense.

Finalmente, puede hacerse peligrosa la relación cívico-militar que dependa de la ficción profundamente arraigada de una continuidad de la Fuerza Armada Nacional, institucionalizada definitivamente a principios del siglo XX, ya que posee un relato propio o autónomo, sobre todo en lo concerniente al rol desempeñado durante la década de los sesenta. Estimamos que escasamente sirve a los fines de la imposición de un proyecto político fundado en la resistencia heroica del alerta pueblo miliciano frente al imperialismo, que en el profesionalismo castrense. Por añadidura, la institución armada experimenta una sustancial modificación doctrinal, estructural y organizacional, acercándola cada vez más al modelo cubano, mediante una Ley Orgánica que, en alguna medida, sirve de preámbulo a la reforma constitucional.

NOTAS

[1] Vid. Cárdenas, Rodolfo José (s/f) “La insurrección popular en Venezuela”. Editorial Catatumbo, Caracas: 69. De auxiliarnos con otros textos, reveladoramente intitulados como “Digepol, guerrilla y marxismo” y “La JRC, la unidad y la revolución” (El Nacional/Caracas, 14/11/64 y 12/03/67), constataremos que en el seno de la democracia cristiana anidó también un debate y un espíritu de profunda transformación social, por no citar la más diversa documentación de sus eventos juveniles.

[2] García Ponce, Antonio (1970) “Juventud y polémica”. Editorial Cantaclaro, Caracas: 64. Cfr. Hurtado, Max (1974) “Informe quincenal: La policía política, un retrato del sistema”. La15na/Caracas, nr. 5 del 17/07.

[3] Sanoja Hernández, Jesús (1969) “Víctimas y victimarios”. Tribuna Popular/Caracas, 20 al 26/11 y 04/12; y Caballero, Manuel (2006) “Por qué no soy bolivariano. Una reflexión antipatriótica”. Ediciones Alfadil, Caracas: 117 s.

[4] (S/a) Entrevistas a Douglas Bravo. Vea y Lea/Caracas, nr. 34 del 08/06/70 y nr. 64 del 18/01/71. Por cierto, el “redescubrimiento” de los sectores marginales urbanos (o infraproletariado), se intensificó con la derrota política de 1963. Y, presente en buena parte de la literatura oficial y oficiosa de la insurgencia, escasamente modificó o – puede decirse – agravó una pauta de conducta que tiene –según expresa Petkoff- como “módulo central una idea del comportamiento revolucionario que no corresponde a la realidad sino a lo que el revolucionario cree que es la realidad”, negando la política. Vid. Petkoff, Teodoro (1976) “Proceso a la izquierda (o de la falsa conducta revolucionaria)”. Editorial Planeta. Barcelona: 75.

[5] Vásquez S., F. Op. cit.

[6] Vid. Hébrard, Véronique. “El hombre en armas: de la heroización al mito (Venezuela, siglo XIX)”, en: Carrera Damas, G. – Leal Curiel, C. – Lommé, G. – Martínez, F. [ compiladores] (2006) “Mitos políticos en las sociedades andinas. Orígenes, invenciones y ficciones”. Editorial Equinoccio/Universidad Simón Bolívar – Universidad de Marne-la-Vallé-Instituto Francés de Estudios Andinos, Caracas: 290, 296. Cfr. Pérez Tenreiro, Tomás (1981) “Los presidentes de Venezuela y su actuación militar (esbozo)”. Biblioteca de la Academia Nacional de la Historia. Caracas.

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