De que vuelan, vuelan
Yo no creo en brujas. Aunque debo confesar que me costó bastante no creer en ellas. El pensar que existían me quitó el sueño muchísimas noches de mi infancia y hasta de mi temprana adolescencia. La primera que me causó pesadillas fue la bruja de Blancanieves… Luego, la imagen de una que aparecía en una película predecesora de “Fujimaru del viento” llamada “El niño mago”, aparecía con frecuencia a la hora de dormirme. Hoy me río de pensar que una serie tan trivial y tonta como “Sombras tenebrosas” literalmente me haya puesto a pegar gritos, pues me aterraba el protagonista, un mediocre vampiro llamado Barnabás Collins…
Y es que había situaciones que atizaban ese miedo. Principalmente las películas y los cuentos de aparecidos que contábamos cuando se ponía el sol en las fiestas de cumpleaños, en el lugar más oscuro del jardín, para que nos diera más miedo, (cuyos protagonistas eran tan cercanos como “al amigo de una prima le pasó…”) y de ahí en adelante la catajarria de locos con garfios, descabezados (por cierto, había una historia de un descabezado de Sabaneta de Barinas) era infinita.
Pero lo que nos daba más miedo eran las cosas que sucedían en la vida real. Una de esas experiencias más vívidas sucedió cuando cursábamos tercer grado. Teníamos una compañerita que era mentirosísima y estrafalaria. Una de sus primeras excentricidades fue ponerse los lentes de su hermana mayor que era hipermétrope y los usó tanto que terminó dañándose la vista. Pero eso era parte de su estrafalariedad y le hizo daño solo a ella… Lo que nos llenó de miedo fue lo que pasó otro día, cuando faltó a un examen.
No sé si ella le dijo a su mamá que aquel día no había clase o qué otra cosa inventó, pero el hecho es que no fue al colegio. Cuando la Madre le preguntó que por qué no había venido, respondió sin pestañear: “porque se murió mi abuela”. Nosotras nos vimos las caras horrorizadas de que pudiera inventar tal mentira y sobre todo, porque conocíamos a la abuela, buena, sana y activa, que vivía en su casa. La mentira se descubrió pocos minutos más tarde, cuando las monjas llamaron a la mamá a darle el pésame. Pero lo terrible, lo que nos aterró, lo que nos espeluznó, fue que la abuelita, que como dije, estaba rozagante, murió de repente, dos semanas después.
“Llamó a la muerte”… “Dios castiga sin palo y sin piedra”… “La muerte no se invoca en vano”… “Las mentiras salen”…
Los rumores se esparcieron por todo el colegio y por todas nuestras familias y aquella historia, aparte de ser un factor de amedrentamiento para cualquiera a la hora de inventar un embuste, pasó a ser parte del acervo de nuestros recuerdos y un hito en nuestra historia colegial: “eso fue antes (o después) de que fulana inventara que su abuela se murió” o peor aún “es fue antes (o después) de que la abuela de fulana se muriera, luego de que ella lo inventara. ¡Demasiado para nuestros nueve años! Demás está decir la punta que las Madres, profesoras y nuestros padres le sacaron a la casualidad que representó que aquella invocación de la muerte terminara siendo una muerte real.
Eso pasó hace muchos años, como cuarenta y cinco, y mi mente de hoy -educada, científica y sobre todo escéptica- rechaza que esas cosas pasen. Pero a veces hay dudas…
En política ha habido algunos casos… Los enemigos de Rómulo Betancourt se regodeaban diciendo que Dios lo había castigado con la quemada de sus manos en el atentado pues poco tiempo antes él había dicho algo como “que se me quemen las manos si he tocado un bolívar del erario público”. Su vida demostró que no era verdad, que fue un hombre correcto y honesto.
Claro, no es verdad en todos los casos.
Yo como creyente me niego a creer que Dios castigue de esa forma. Pero no deja de parecerme curioso que la muerte aparezca cuando alguien la invoca con tanta insistencia. “Muerte, muerte, muerte…” Y la muerte aparece o al menos amenaza… Cuando esas cosas pasan, siempre me pasa por la mente ese dicho tan trillado: “yo no creo en brujas, pero de que vuelan, vuelan…”