De estatuas bustos y monumentos
Desde la antigüedad más remota la estatuaria ha servido para cantar glorias y virtudes, individuales o colectivas. En la Venezuela republicana es cuando el género ha sido utilizado con similares propósitos. La etapa colonial no dejó testimonio.
Hasta 1998 sólo se erigieron bustos a dos “invasores”. Diego de Lozada y a Francisco Fajardo. Colonizadores, fundadores de centros poblados sustitutivos de rancherías dispersas. Estimularon en el aborigen sentido de pertenencia, posesión y asentamiento territorial. Igualmente algunos extranjeros, que colaboraron con la gesta independentista merecieron, ese honor.
Otras: las de Cristóbal Colón y Miguel de Cervantes. El primero, reconocido navegante que tropezó con estas tierras haciendo posible la suplantación del taparrabo; el segundo, es el más importante escritor en nuestra lengua, narrador de las aventuras de caballería jamás igualadas. Su Don Quijote así lo afirma e inmortaliza.
Nuestros dictadores, con significativas excepciones, no han sucumbido a la tentación autoglorificadora. Destaca en la negativa el General Juan Vicente Gómez. En 27 años de dominio absoluto de vidas y haciendas, rechazó la aduladora propuesta del bronce. Seguramente esa postura tuvo que ver con la información oral de la historia.
Es bien conocido el destino de las estatuas de Guzmán Blanco, a las que el humor caraqueño bautizó “Manganzón” y “Saludante”. En su momento, fueron derribadas, arrastradas y llevadas a una fundición para que el bronce recobrara su dignidad.
En los tiempos que corren, gracias a que el Comandante Bellaco en Jefe es postrado feligrés de los hermanos Castro, la estatuaria ya no canta virtudes sino todo lo contrario. Lo corroboran los monolitos en honor a cubanos abatidos cuando desembarcaban en Machurucuto y al “Ché” Guevara en Mérida; La pedestre que canta las glorias del bandolero “Tiro Fijo”, en la parroquia 23 de enero, y el monumento levantado en El Amparo, donde se ve al libertador de media Suramérica escoltado por “Tiro Fijo” y sus bandoleros, tal como si lo condujeran al paredón.
Pero los agravios son ilimitados. En el corazón de la civilidad venezolana, en la esquina de Padre Sierra, quiso erigir una de Fidel Castro. El cadáver insepulto tiene presente el destino de las de Lenin y Saddan Hussein. Lo desairó con elegancia. Para su momento, le sugiero colocarla al tope la columna donde estuvo la de Colón en Los Caobos. Así mismo, en el pedestal que soportó la de Billo, debería ser expuesta la de “Maisanta”; donde sustituyó a Gallegos por Zamora, que allí está, hacerle un espacio a Pérez Jiménez y otorgar a la del sanguinario Ramiro Valdés el lugar donde por años estuvo el busto de Cervantes.
Para la de él quedan dos opciones. Donde está la del Libertador en traje de civil, sobre el túnel de la avenida que lleva su nombre, presidiendo una corte inspirada en el tango “Cambalache”, o la peana que soporta la de Gardel. ¿Quién quita que le provoque cantar “Cuesta Abajo”?.