De confesiones y estatuas
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La oposición puso en la calle aquel 11 de abril del 2002 la manifestación más grande que hubiesen visto ojos venezolanos. En el futuro, cuando se evoque esa fecha, será la presencia de esa masa lo que vendrá de inmediato a la memoria colectiva. En cambio, no hay ni una sola foto, ni un solo afiche donde se puede mostrar una imagen semejante de los partidarios del gobierno, pese a la fanfarronería de Isaías Rodríguez quien juraba que «un millón» de ellos rodearon entonces a Miraflores.
Tampoco ha habido mucho jolgorio celebratorio en Fuerte Tiuna, pese a que fueron los militares (después de haber contado sus cañones «a la brasilera») quienes, Baduel mediante, desconocieron una renuncia «la cual aceptó» el entonces lloricón presidente.
Sus exactas palabras
Sin embargo, celebración ha habido. Ni en la calle ni en el cuartel, sino en Puente Llaguno. Y ha sido José Vicente Rangel el encargado de escribir la nueva Historia Sagrada de aquel momento, aquel suceso. Sus palabras exactas fueron estas: «Si no se hubiese producido la resistencia aquí en Puente Llaguno, por parte de un grupo de camaradas valientes, audaces, con un verdadero sentido de patria, probablemente, el designio de las fuerzas de oposición de ese día, cuyo propósito era tomar Miraflores y asesinar al presidente Chávez, se hubiese cumplido».
A confesión de parte, relevo de pruebas. El grupo de «camaradas valientes, audaces» a que se refiere Rangel fueron retratados en plena faena por un audaz fotógrafo que obtuvo así el muy codiciado premio «rey de España». Aquellos «valientes camaradas» disparaban desde el puente hacia la calle de abajo, sobre manifestantes inermes. Las manos de esos «audaces» están manchadas con la sangre de 19 muertos, para no hablar de los heridos. Todos, toditos de la oposición.
Una revolución hamponil
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No se puede ser más claro: lo que impidió la caída del asustadizo presidente no fue «el pueblo» y ni siquiera la Fuerza Armada, sino la acción alevosa y cobarde de una pandilla de truhanes armados, encabezados por un violador convicto. «Si no se hubiese producido» la matazón de Puente Llaguno, hoy el lloricón de abril seguiría escuchando entre treno y treno suyo el reproche (según parece injusto) atribuido a la Sultana Aixa, la madre de Boabdil «llora como mujer lo que no supiste defender como hombre».
No se crea sin embargo que esa sacralización de la flor y nata de los bajos fondos sea cosa circunstancial, ni referida solamente al 11 de abril: a cada rato, en las palabras y las acciones del régimen encontramos, más nítida que borrosa, la huella del hampa; a comenzar por algunos de sus genios tutelares, como ese «Maisanta» que terminó sus días en la cárcel por ladrón de caballos y que hoy forma parte del santoral «quintorrepublicano».
Ni la palabra «coca»
¿No es éste acaso el régimen que permite si no estimula que una biblioteca pública lleve el seudónimo de «Marulanda», un hombre que no parecía ser capaz de deletrear ni la palabra «coca» con todo y el provecho que le sacaba al producto? ¿No lo preside un hombre uno de cuyos primeros actos de gobierno fue escribir una carta de amoroso arrebato al «Chacal», ese desalmado autor del principio según el cual no hay víctimas inocentes? ¿No es ese mismo gobernante quien pretende reivindicar la memoria de Idi Amin Dada, otro asesino sin escrúpulos; y que premia con la espada de Bolívar a un desorejado hambreador de su pueblo como el tirano Robert Mugabe?
Todo eso lo resume aquel antiguo profesor de moral al exaltar hoy «el coraje y la audacia» de los pistoleros de Puente Llaguno.
Si fuera sólo él, si fuera sólo eso, apenas sería un triste episodio de la picaresca política, el derrumbe moral de un santón convertido ahora, frente al poder militar, en uno de aquellos pajarillos intranquilos que, si hemos de creer a Rabelais, usaba Gargantúa para limpiarse sin sufrir irritación.
Pero la cosa va mucho más allá: ya estamos llegando en este país a la situación en la cual no se tolera el delito, sino que se lo exalta, y en cierta forma se lo promueve ¿sabe alguien en qué cárcel están los Lina Ron, los Valentín Santana, los Richard Peñalver y demás delincuentes? No sólo están en la calle, ante la mirada complaciente si no cómplice del alto gobierno, sino que el verbo conmemorativo los está promoviendo en vida al bronce heroico.
Al ritmo que crece el crimen, y al ritmo que se exalta a sus cultores pronto estarán nuestras plazas consteladas del bronce de cuanto malandro caiga en un enfrentamiento entre bandas rivales peleando por un territorio.
Hoy por hoy, no parecen ser muchos los venezolanos ganosos de recibir tales honores. Por eso se prefiere importar héroes y bronces: como si no bastase el busto evocador de Eva Perón en el paseo Vargas, se trae para celebrar el 19 de abril a otra gran dama del latrocinio sureño. Por eso, cuando Fidel Castro acepte que se le erija una estatua en medio de ese broncíneo malandraje, uno no puede dejar de preguntarse si esa no es, también, una confesión de parte…