Dalilah, Ryan y Mohamed
-¿Quién eres? ¿Quién te ha permitido entrar? ¿Quién te ha mandado venir a mi casa? -Me lo ha mandado el Dueño de la casa. A mí no me anuncian los chambelanes ni necesito permiso para presentarme ante reyes ni me asusta la autoridad de los sultanes ni sus numerosos soldados. Yo soy aquel que no respeta a los tiranos. Nadie puede escapar a mi abrazo; soy el destructor de las dulzuras, el separador de los amantes…” fragmento de las Mil y una Noches.
¿Cómo podría transcribir, sin la distorsión de las palabras, la imagen de una joven mujer de belleza levantina que mira fijamente al objetivo de la cámara, a sabiendas de la trascendencia de su pose? Dije a sabiendas, y debo corregirme; esa persona nunca llegó a considerar que una instantánea tomada para el futuro álbum de familia llegaría a convertirse en una imagen suya, de triste celebridad, adquirida ésta por motivos de desgracia, adversidad, infortunio.
¿Cómo hago para transmitir con fidelidad la mirada penetrante de esa mujer que nos observa sin saberlo desde sus dos enormes ojos almendrados, negros, marcados por el kejel jabibe milenario? Cómo hacer para mostrar el dibujo casi perfecto –nada lo es en absoluto- de unos labios entreabiertos, enmarcados en púrpura, delineados –inventados, podría decir Julio Cortazar- sobre un mentón de tan pronunciado equilibrio, que el óvalo del rostro confiere a esa mujer el aire de una belleza árabe de los cuentos protagonizados por Sherezade y Hārūn al-Rashīd.
De qué manera podría contar, sin ser prolijo, la impresión que despierta en occidente el tatuaje con henna para el mehandi de sus manos de novia, de joven casadera, con flores, hojas, ramas del paraíso musulmán que le esperaba en la tierra, en su primera noche de amor. Las cejas, afortunadamente no han sido mutiladas del todo y surcan una frente amplia que delimita facciones afirmativas, ya de futura matrona mediterránea. El cabello no se aprecia en su totalidad. Va ceñido, en un peinado que le proporciona distinción y elegancia de cosa natural, hecha frente al espejo de casa, lejos de los afeites de esa suerte de sala de torturas que son los llamados salones de estética o de belleza, aberraciones modernas, negaciones absolutas de los dos conceptos.
Pues bien, la joven mujer esplendorosa tiene nombre, en realidad, lo tuvo. Se llamó Dalilah Mimouni y la hemos podido ver en la foto que reproducen muchos periódicos alrededor del mundo. En esa gráfica se encuentra a lado de Mohamed, joven marido en ciernes que se observa nervioso y disminuido; solo atina a posar como orgulloso depositario del amor y de la entrega de una mujer deslumbrante. Unos meses después, hace apenas dos semanas y apenas unas horas esa familia ha vivido una tragedia insospechada entonces, en ese momento fotográfico que preanunciaba sus felices nupcias.
Dalilah se ha convertido en la primera víctima mortal en España de la gripe A (H1N1), pero no solo eso. Antes fue víctima de la distracción de médicos y enfermeras de uno de los más importantes centros hospitalarios de la península Ibérica. Tres veces la regresaron a su casa, irresponsablemente. Cuando la hospitalizaron ya era demasiado tarde. Y además, estaba embarazada de 28 semanas. Le practicaron una cesárea. Dalilah murió. Su hijo, milagrosamente, se había librado del contagio de su madre. Mohamed, el joven viudo de 21 años viajó hasta la localidad marroquí de Mdiq para sepultarla en el rito familiar islámico. A su regreso a Madrid recibió la noticia de que el bebé, de nombre Ryan, había fallecido afectado por una embolia. Una enfermera de la Unidad de Cuidados Intensivos del servicio de Neonatología del Hospital Gregorio Marañon le administró alimento por vía venosa y no nasogástrica, como correspondía que se hiciera con un bebé prematuro. Fueron dos descuidos criminales cebándose en la misma familia, en el arco de dos semanas. Claro que nadie en su sano juicio podría pensar en otra cosa que no fuera la desventura, pero sin dejar de lado las responsabilidades profesionales, la obvia, notoria, condenable negligencia.
Sé que es tiempo de vacaciones, de la correría masiva hasta playas, montañas, urbes, museos; época de entretenimiento, disipación… No se trata de echarle a perder la fiesta a nadie, pero es imposible sustraernos a estas desgracias del destino de otros seres humanos, aunque nos parezcan ajenas o inoportunas. A mi, la famosa influenza ya me mató algo, pero es harina de otro costal y tampoco sería determinante para que me tildaran de aguafiestas en plenas vacaciones estivales.
Lo siento, con lágrimas, y no precisamente de cocodrilo.