Cuidado con lo que deseas
De tanto acostumbrarnos a los cambios que ha sufrido el país año tras año desde 1999, hemos perdido la capacidad para entender que Venezuela ya no se parece en nada a lo que alguna vez fue.
Somos una trágica imagen de lo mejor que hubiéramos podido ser.
Hace una década que el Gobierno busca una revolución y un hombre nuevo, dos utopías que no aparecen por ninguna parte. Nos queda la insatisfacción de lo que va de mal en peor, la grotesca imagen de cada uno de nosotros en el reino de la infelicidad.
Cuesta encontrar a gente que se sienta cómoda con las cosas que ocurren a diario: nada más que un escándalo de los que abundan día tras día basta para definir lo que nos condena de manera insalvable.
En cualquier lugar del mundo, un gobierno que importa miles de toneladas de comida y las deja podrir en un puerto, hubiera sufrido una hecatombe política de la que no hubiera sido sencillo reponerse.
Es un crimen jugar con lo que mucha gente en Venezuela no tiene: los alimentos sagrados para sobrevivir. Pues, en Venezuela no existe un Congreso de la República que se digne discutir ese tema. Ni una población que se escandalice con semejante acto delictivo.
Como tampoco se discuten los hechos de corrupción que no cesan de destaparse; ni los actos de abuso que ponen de bulto la existencia de dos justicias (una ciega para quienes están en el poder y otra arbitraria y demencial para quienes se encuentran fuera de él); ni la ineficiencia en las gestiones públicas más elementales; ni el deterioro creciente de la calidad de vida de todos los venezolanos; ni el hecho de que extranjeros controlen el sistema de identificación nacional.
Ni siquiera los resentidos, que desde sus grandes heridas emocionales saludaron la llegada de esta revancha social que se contagió como un virus por el país, ya se sienten a gusto. Muchos están hartos de odiarse, de mirarse con desconfianza, de perseguirse por pensar diferente…
Nada mejor para retratar lo que le ha pasado al país que la fábula inmortal de W. W. Jacobs, humorista inglés que escribió «La pata del mono» en 1902, pieza que fue recuperada por Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo en su Antología de la literatura fantástica.
Refiere la historia de un hombre que regresa de un viaje con un amuleto singular, la pata de un mono, que cumple con los deseos que pide la gente. Pero cumple sus propósitos de una manera siniestra.
Una familia codiciosa decide quedarse con la pata del mono, contra la indicación del propietario que sugiere olvidarse del tema. Y piden un deseo: ser millonarios. Esa ambición se cumple, pero bajo la forma de un seguro que la familia cobra después de que su hijo es atropellado por un tren.
Una atrocidad de la que resulta muy difícil regresar.
El horror se instala entonces entre quienes sólo deseaban ser más ricos. Cuando pretenden echar para atrás un acto tan monstruoso, la pata del mono cumplirá un segundo deseo, no menos feroz que el primero: recuperar al hijo muerto, que regresa a la vida, pero mutilado por las ruedas del tren. Y así, cada vez peor.
Esta ficción moralista ha tenido innumerables réplicas desarrolladas por autores como Stephen King, los guionistas de los Simpson, los dibujantes de mangas y hasta los escritores de ciencia ficción.
Incluso, el psicoanalisis (Arnaldo Rascovsky) ha estudiado la pieza como la manifestación de filicidio, tendencia agresiva de ciertos padres hacia sus hijos.
¿Qué tiene que ver «La pata del mono» con Venezuela? En 1998 mucha gente votó por un cambio en el país, para mejorar la justicia, la salud, la educación, la inseguridad ciudadana, la corrupción imbatible…
De muchas maneras, le dieron una patada en el trasero a la política tradicional, de la que muchos se sentían avergonzados y hartos. No pocas víctimas del presente se sumaron al coro de la antipolítica de aquellos años.
Este gobierno transformó esa energía de cambio y búsqueda de bienestar en un horror cotidiano del que los mismos seguidores de Hugo Chávez se sienten alarmados, aunque no siempre se atreven a manifestarlo. Como sucede con el cuento de Jacobs: los que se tropiezan con el amuleto, tarde se dan cuenta de que hubiera sido mejor perderlo que encontrarlo.