Cuarenta años de Democracia
A fines de 1957 la inmensa mayoría del pueblo tomó la iniciativa y obligó a los militares a deponer al tirano Marcos Pérez Jiménez, que fue sucedido por el marino Wolfgang Larrazábal, pintoresco señor que en poco tiempo se creyó “líder” y resolvió, con la ayuda muy interesada de políticos “carismáticos” y de oficio, ser candidato en las elecciones de 1958. Aquello fue como la espuma de mucha cerveza, que emborrachó a mucha gente, pero se quedó en espuma. Rómulo Betancourt, que sin duda había aprendido muy bien la lección que le dio la historia al terminar de un plumazo con el experimento democrático, no carente de contradicciones y abusos, que vivió Venezuela entre 1945 y 1948, hizo un gran esfuerzo que llegaba al extremo de proponer un gobierno colegiado, para evitar personalismos. Un grupo de gente de muy buena voluntad trató de impulsar la candidatura unitaria de Martín Vegas, pero Rafael Caldera, prefirió que cada quién se contara y perdió las elecciones. Betancourt, mientras los se miraban en espejos, recorrió el país pueblo por pueblo, con lo que llevó las banderas de su partido, Acción Democrática, hasta a los rincones más recónditos del país. En diciembre de 1958, en las primeras elecciones del período democrático venezolano, ganó Rómulo Betancourt, seguido por Larrazábal y por Rafael Caldera, cuyo partido empezaba entonces un importante proceso de crecimiento. Betancourt, a pesar de la mala influencia del petróleo y de quienes aún creían que AD era un partido comunistoide, hizo un buen gobierno. Agredido sin misericordia desde la extrema derecha y desde la extrema izquierda, logró completar su período y realizar con éxito las elecciones del 63. Y eso a pesar de que la inmensa mayoría de los jóvenes de su partido, encandilados por la revolución cubana abandonaron a Acción Democrática y formaron el MIR, aliado del Partido Comunista, cuya exclusión del Pacto de Punto Fijo, combinada con la corriente heroica de la revolución cubana, lo llevó por la vía paradójicamente fácil de la violencia guerrillera, en vez de librar su lucha en el terreno de la convicción y la conquista de masas. Había empezado el período mejor de la vida histórica venezolana, que aún no ha sido evaluado con justicia. Rómulo Betancourt, asediado por caudillos menores de izquierda y de derecha, fortaleció hasta donde era posible las instituciones democráticas. La guerrilla fue derrotada y su mayor efecto fue reforzar todo lo que quería combatir. Betancourt, agredido además desde Santo Domingo por el tenebroso Rafael Leónidas Trujillo y sus aliados, cumplió cabalmente con su papel, que era la consolidación del sistema democrático. El atentado contra la su vida, el 24 de junio de 1960, fue una de las más graves embestidas contra la democracia venezolana y el caso disparó las sanciones colectivas contra el gobierno de Trujillo, que entró en agonía y murió cuando el tirano fue asesinado a tiros por un grupo de conspiradores. En las elecciones de 1963 Rafael Caldera y su partido avanzaron notablemente, Wolfgang Larrazábal retrocedió hasta la ruina, y el antiguo medinismo se presentó como una tercera opción, con dos candidaturas, la de Jóvito Villalba, el carismático líder del 28, y la moderada y aluvional de uno de los más importantes intelectuales venezolanos del momento: Arturo Uslar Pietri. Acción Democrática, aun cuando perdió proporcionalmente la mitad de sus votos, ganó las elecciones, lo cual puede ser interpretado como un notable triunfo de Betancourt, y de la democracia. AD había perdido a muchos de sus dirigentes, no sólo a los jóvenes que se fueron para fundar el MIR, sino a un grupo de aparatchiks que formaban lo que se llamó “el grupo ARS” (por el lema de la Publicidad ARS, que decía “Permítanos pensar por usted”) y formaban la generación intermedia entre los del 28 y los jóvenes, una generación intermedia cuyo verdadero interés era el control del partido, que perdieron definitivamente al quedar excluidos de sus filas.
El sucesor de Betancourt, Raúl Leoni, hizo un buen gobierno y fue lo menos parecido a un caudillo tropical. Hombre sencillo, de vocación democrática, supo gobernar en paz a pesar de que en su gobierno hubo excesos lamentables por parte de los encargados de la seguridad del Estado, en especial los militares y los policías políticos. Ese quinquenio (1964-1969) fue un tiempo de progreso, aunque también fue de profunda crisis para el partido de Betancourt y Leoni, que sufrió un desgarramiento muy fuerte y se partió en dos. Betancourt, lejos de huirle a la división de su partido, la alentó como una forma de depurarlo de fuerzas que se sentían atraídas por la experiencia cubana. Luis Beltrán Prieto Figueroa, cuya candidatura frustrada fue la causa de ese cisma, era un personaje extrañísimo, con características a la vez de avanzada y decimonónicas. Betancourt, prefirió que AD se dividiera a que diera un paso hacia el pasado. Además, al permitir que el principal partido de oposición, el Copei de Caldera, se convirtiera en gobierno, auspiciaba un bipartidismo que consideraba sano para la democracia. El ganador aparente de aquella situación fue Rafael Caldera, cuyo gobierno tuvo una cierta tendencia caudillista. En todo caso, hoy ha pasado suficiente tiempo como para saber, sin lugar a dudas, que no fue un buen gobierno.
La campaña electoral de 1973 fue brillante. El candidato de AD, Carlos Andrés Pérez, fue objeto de una inteligentísima modificación de imagen, y de parecer un policía político represivo pasó a ser un caudillo popular, activo y alegre, que conquistó el voto de las masas. Pero la falsa riqueza petrolera impuso varias realidades, como la deformación de la economía, el aumento de la corrupción y, sobre todo, la indigestión económica, pues el país no supo utilizar la riqueza que le entraba y le salía dejando muy poco adentro. Sin embargo, la democracia venezolana se convirtió en un ejemplo importante, no sólo en América Latina, sino en el mundo. Una deuda externa enorme y un continuo salir de capitales hacia otros mercados comprometió el éxito de esa política e hizo que la oposición ganara las elecciones de 1978.
Los partidos democráticos empezaban a dar muestras de esclerosis, y sus dirigentes se ocupaban más de las sucesiones y de pelear con sus propios compañeros que de solucionar los grandes problemas que afrontaba el país.
El sucesor de Pérez, Luis Herrera Campíns, podría haber sido, por su formación humanista y su honestidad personal, uno de los mejores gobernantes de la historia, pero se empeñó en cortar violentamente con las políticas de su antecesor, con lo que comprometió gravemente el porvenir del país, y gobernó con un partido caudillesco, que había retrocedido en el tiempo hasta hacerse montonera dedicada a que su gran jefe volviera a la presidencia, en lo cual fracasó. Herrera Campíns fue un gobernante fallido, una deuda externa enorme que afectó no sólo la economía interna, sino la confianza de los inversores, con lo cual aumentó hasta lo imposible la corriente de salida de divisas que devino en el llamado “viernes negro”, con lo que Venezuela cayó en un proceso perverso de inflación y retroceso económico.
Herrera Campíns fue sucedido por Jaime Lusinchi, cuya gestión se vio perjudicada por sus problemas personales que causaron un cisma en un partido Acción Democrática, dominado por la corrupción y los intereses personales, además de que Lusinchi, más dedicado a la política caudillesca y a su afán por dominar de actuar contra Carlos Andrés Pérez que a la búsqueda de felicidad para su pueblo, se negó a aplicar correcciones indispensables y prefirió esconder la cabeza en la arena, con lo cual dañó la economía y la política del país.
A pesar de las maniobras y los trucos de Jaime Lusinchi y su facción, Carlos Andrés Pérez conquistó la candidatura de su partido y ganó las elecciones de 1988. Pérez hizo una campaña personalista en la que se insinuaba a la población que se volvería a tiempos mejores, sin embargo, llegado de nuevo al poder, bien aconsejado por sus asesores económicos, hizo un serio esfuerzo por compensar lo negativo de su campaña y trató de que el país avanzara hacia una democracia moderna, y con la elección directa de gobernadores y alcaldes dio un gran paso adelante. Pero la enemistad de muchos dirigentes de su propio partido y la percepción popular de que la corrupción era la regla y no la excepción mellaron brutalmente todas sus posibilidades de hacer algo positivo. Las medidas económicas que anunció, basado en que su popularidad le permitiría someter al país al shock que se había hecho imprescindible, eran absolutamente ajustadas a la realidad e indispensables para que la nación saliera de la caída vertical en que se encontraba. El país, mal orientado por los que habían hecho las campaña proselitistas de Pérez y de la oposición democrática y no democrática, le pagó muy mal, y después de un auténtico estallido social (27 de febrero de 1989) y dos intentos de golpe de estado (4 de febrero y 27 de noviembre de 1989), mediante una serie de truculencias leguleyas urdidas desde la Corte Suprema de Justicia y por un grupo de abogados “notables” lo obligaron a salir de la presidencia, sustituido por el historiador Ramón J. Velásquez, que hizo un gobierno poco afortunado. Un escándalo más bien idiota, de una firma presidencial que favoreció a un delincuente común, fue su pecado mortal.
Luego el “gran jefe” Caldera volvió a la carga y después de aplastar inmisericordemente a su propio partido porque no quiso apoyar su campaña de vuelta al poder, con lo cual dejó a la democracia coja y herida de gravedad, ganó con muy poca ventaja las elecciones. Pero perdió mucho más. Ese segundo gobierno de Caldera, con los dos grandes partidos (Acción Democrática y Copei) absolutamente disminuidos y arruinados por sus propios errores y el tercero (el Movimiento al Socialismo, MAS) claramente identificado como oportunista y carente de base ideológica, no fue bueno para la república ni para la democracia, que se vio herida de muerte con la llegada al poder del peor gobernante de su historia: Hugo Chávez. Así terminaron los cuarenta años de democracia venezolana, que no ha muerto, pero ojalá sólo esté de parranda.