Opinión Nacional

Cuando la tragedia tocó a la puerta

A Alejandro Armas, en eterna admiración

Fui despertado suavemente pero con resolución por mi esposa a las 4:30 de la madrugada. Era noche oscura y cerrada sobre las colinas de Oripoto y un frío serrano se asomaba hecho jirones de bruma por entre los bambúes. Había una razón poderosa para algo tan inusual como iniciar el día antes de que despuntara el alba: comenzaba el domingo 15 de agosto. Debíamos presentarnos puntualmente a cumplir con la cita más esperada por los venezolanos desde aquel heroico y ya olvidado 23 de enero de 1958, la fecha más significativa de nuestra turbulenta modernidad. No éramos los únicos: contrariando esa hora de maitines, la ciudad y el país todo bullían de febril actividad. Nadie quería perderse el derecho constitucional de revocar a quien había traicionado sus promesas y nos llevaba hacia el abismo, de modo que ese derecho, convertido en obligación, fue asumido por millones y millones de venezolanos con un entusiasmo nunca visto en esta triste y desalmada historia nacional. Posiblemente nunca antes habíamos tenido tanto sufrimiento que reparar, tanta justicia que reivindicar, tanto anhelo que cumplir. Lo haríamos de manera ejemplarmente democrática, para que no quedara en el mundo una sombra de duda acerca de quiénes éramos y cuánta razón nos asistía como para querer librar al país del más grave daño que se le inflingiera en su historia republicana, resolviendo nuestra propia crisis con nuestros propios medios y sin ayuda de nadie.

Desde ese momento hasta las 4:30 de la madrugada siguiente, cuando regresé a casa abatido por el cansancio y la frustración, un país esperanzado vivió las veinticuatro horas más fascinantes y vertiginosas que recuerde de proceso comicial alguno. No clareaba y ya estábamos instalados en la cola más descomunal que recuerde la memoria del centro educativo Carapaima, que atiende desde hace muchos años a más de cinco mil electores de El Hatillo. Para el asombro de todos los vecinos, pueda que nadie haya faltado a la cita: la cola de votantes se enroscaba a lo largo de casi un kilómetro y a pesar de lo que se anunciaba como una jornada de tenacidad y ardiente paciencia, la alegría era contagiosa y la solidaridad una verdadera seña de identidad.

Cuando tres horas después, y con un fuerte retraso, se inició el proceso de votación, los más avisados comprendieron de inmediato que la jornada sería una tensa, abusiva y fragorosa carrera de obstáculos, perfectamente diseñada para dificultar, si no impedir la expresión de la voluntad popular que allí – como en muchísimas otras urbanizaciones y barrios de Caracas y del interior del país – era aplastantemente favorable a la revocación del mandato del presidente de la república. A eso de las 9 de la mañana, cuando la cifra de electores que lograran penetrar la barrera de militares y custodios del centro electoral no superaba las cien personas, me dirigí indignado a reclamarle a quienes fungían de cancerberos armados ante una operación de evidente saboteo electoral. Una anciana se me cruzó en el camino conminándome a la calma: “tenga paciencia, m’hijo, que debemos evitar cualquier incidente que contribuya a frustrar nuestra voluntad de sacarlo de Miraflores”.

Le hice caso. Ni ella ni yo imaginábamos que éramos insignificantes piezas de un monstruoso rompecabezas, a cuyo montaje billonario, complejo y minucioso contribuían desde los aparatos de inteligencia cubanos, hasta el Centro Carter pasando por empresas de telecomunicaciones, ingenieros electrónicos, altos mandos de nuestras fuerzas armadas, negociantes de computación a gran escala, grandes empresarios mediáticos y un lobby de gobiernos, cancillerías, políticos e intelectuales de la llamada progresía internacional. Sin olvidar las empresas encuestadoras de dentro y fuera, bien o mal intencionadas. ¿Imaginábamos entonces el tamaño del monstruo que combatíamos?

Quedaba nuestra decisión irrevocable de luchar mediante el voto hasta el último hombre. Y contar con nuestro liderazgo político. ¿Sabrían qué hacer?

Me cuento entre los miles y miles de venezolanos que han dado todas las horas de sus vidas en estos últimos años, abandonando incluso puestos de trabajo y obligaciones familiares, por acompañar la lucha democrática de un pueblo valeroso, consciente y combativo que se hizo a la difícil tarea de recuperar sus espacios y sus tradiciones democráticas sin siquiera pensar en otro medio que no fueran los más legítimos, decentes y constitucionales. He sido, por lo tanto, un voluntario al servicio del colectivo que ha abierto sus puertas con generosidad a quien quiera contribuir a ponerle atajo al totalitarismo: la Coordinadora Democrática de Venezuela.

Por ello, luego de votar me dirigí a la Quinta Monteverde, donde debía contribuir en la cobertura mediática de un evento que tenía en ascuas al mundo entero. Fueron esas las horas más felices vividas por quienes hiciéramos vida en el interior de la CD. Las impresiones recogidas por todos quienes llegaban eran de un mismo tenor: el país entero se ha volcado a las calles, el SÍ vibra desde La Charneca hasta el Country Club. Coche y Petare muestran colas de alborozados simpatizantes del SÍ y para sorpresa de todos: la sede del Comando Maisanta luce desangelada y solitaria. A ello se unían las encuestas a las puertas de los centros de votación, que daban unánimes una ventaja de entre 8 y 14 puntos al SÍ. El entusiasmo era sincero y así lo sintieron visitantes extranjeros con los que intercambiamos impresiones: desde Álvaro Vargas Llosa, llegado desde Los Ángeles a cubrir los incidentes de la jornada para una cadena de prensa hasta amigos chilenos que representaban a la Democracia Cristiana y fungían de observadores de la oposición.

Todos estábamos conscientes de que los abusos y desmanes del CNE superaban toda medida, de que la operación morrocoy no tenía otro fin que impedir la expresión del SÍ y de que en muchos lugares, ya comenzando el atardecer, no habían ingresado a los centros de votación ni el cincuenta por ciento de los votantes. Pero era tal el entusiasmo, tal la certeza de nuestra fuerza incontenible, que la voluntad eleccionaria había llegado para quedarse frente a los centros electorales, no importaban maquinitas caza huellas, aparatejos electorales, testigos de mesa al servicio del déspota y fuerzas armadas dispuestas a mirar de soslayo y permitir tracalerías, abusos y violaciones.

Contaba con mi propia experiencia. Cuando logré finalmente enfrentarme al aparatito, extrañamente idéntico a los usados en casinos y salones de juego, me invadió una profunda sensación de bienestar. Miré a quienes esperaban ansiosos a la entrada de la sala de clases en que se celebraba el ritual y apuré la maniobra, deseoso de compartir con los miles que esperaban todavía bajo el sol calcinante de agosto desde antes que asomara por el oriente de El Hatillo. En ese sencillo acto se resumía un año de batallas legales, luchas callejeras, manifestaciones y denuncias. ¿No era un triunfo?

Poco antes del mediodía y luego de ocho horas de espera decidí pasar por casa y seguir los acontecimientos por la pantalla chica, antes de acercarme a la Quinta Monteverde, frente a la sede de la Coordinadora Democrática donde debía asistir a los corresponsales extranjeros, en compañía de algunos compañeros de la comisión Política de la CD. . La impresión recogida del entusiasmo y la avasallante presencia opositora en ciudades, pueblos, villorrios y caseríos hacían presagiar una arrolladora victoria del SÍ. A Las 12 meridiana del 15 de agosto de 2004, el teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías estaba revocado. Las encuestas a pie de urna – los temibles exit poll – daban un holgado 60-40 a favor de la oposición. Ni siquiera la obscena violación al espíritu y la letra de la constitución convirtiendo un Referéndum Revocatorio en un plebiscito, ni la torturante via crucis de la recolección y validación de firmas ni tampoco la cristiana sumisión opositora a los latigazos del CNE habían impedido la expresión de la profunda voluntad popular del pueblo venezolano: la pesadilla había terminado.

Cumpliendo instrucciones de la Comisión de Asuntos Exteriores pasé gran parte de la jornada en contacto telefónico con algunos diplomáticos de países amigos, quienes se mantenían en comunicación directa con sus respectivos mandatarios. Hasta donde tuve conocimiento, las cancillerías de importantes países sudamericanos daban por seguro el triunfo opositor hasta la medianoche del 15 de Agosto. Nuestros datos procedían no sólo de periodistas acreditados en el CNE: tenían su fuente en empresas privadas, canales de radio y televisión y empresas encuestadoras que realizaban estudios de campo. Las diferencias a favor del SI fluctuaban entre el 8% de los más escépticos, hasta el 20% de los más convencidos. No recuerdo un solo dato en contrario hasta las diez de la noche, cuando uno de los miembros de nuestra comisión nos pidió nos pusiéramos en contacto con los embajadores amigos pues corría el rumor de que la cancillería venezolana llamaba desde las seis de la tarde a gobiernos extranjeros para participar los resultados a su favor por la misma diferencia porcentual que las tendencias le atribuían la derrota. Recordé entonces una información dada por una amiga en el mismo sentido, que no valoré adecuadamente: en reuniones de funcionarios de gobierno en el Hotel Caracas Hilton se confirmaba a las 6 de la tarde – cuando el proceso eleccionario estaba muy lejos de haber concluido – que los resultados finales darían un 60 a 40 a favor del NO. Me pareció extraordinariamente preocupante. Había coincidido con el rector Jorge Rodríguez en la cena de fin de año y nuestro común anfitrión me aseguró, guiñándome el ojo, que la oposición no lograría reunir las firmas necesarias para solicitar el revocatorio. No podía estar mejor dateado: Rodríguez era su huésped desde hacía varios días. Supuse – y el tiempo me daría la razón – que Rodríguez tenía la capacidad tecnológica como para determinar los resultados. A despecho de la afirmación de Alfredo Anzola, padre de uno de los dueños de Smartmatic y miembro de la Comisión de Estrategia de la CD, las maquinitas electorales podían ser bidireccionales y seguir el proceso al instante mediante un circuito manipulable de ida y regreso. Como se demostraría exactamente un año después, este último 7 de agosto, Rodríguez estaba en capacidad de seguir el proceso electoral minuto a minuto, constatar resultados desfavorables y voltearlos a favor de su único jefe, el presidente del gobierno. Así tuviera que poner el país de cabeza. Lo puso.

Los acontecimientos se sucedieron de manera vertiginosa. Al final de la tarde, periodistas europeos, políticos amigos, compañeros de la oposición fraternizamos entre la euforia y el cansancio, seguros y satisfechos ante un triunfo irrebatible. Alguien recomendó con majadera insistencia en llamar a la gente a la Quinta La Unidad y comenzar a celebrar una merecida victoria. Otros previnieron contra tanta certeza y quisieron asegurarse una presencia masiva para prepararnos ante cualquier contingencia. Recuerdo en particular a Carlos Padilla, miembro de la Comisión Política de la CD en representación de una ONG cuyo nombre no recuerdo, que pedía con honda preocupación a quien quisiera escucharle se dieran a conocer de una buena vez los resultados con los que contábamos – Mendoza había amenazado públicamente con hacerlo y ante mi asombro el mismo presidente Alfonsín me llamaría personalmente a mi celular uno o dos días antes del RR para que tratara de disuadirlo, cosa que obviamente jamás pensé en hacer – se llamara a la gente a reunirse frente a nuestra sede para celebrar una merecida victoria. Había que blindarla. Pero una extraña conversación telefónica entre el Coordinador General de la CD y el General Quintero Viloria vino a calmar los ánimos. Puesto al celular por Oscar Pérez, y ante el requerimiento de Mendoza de brindar debida seguridad a nuestros electores en las zonas más inseguras de Caracas – ya era de noche y podían preverse acciones delictivas – el jefe del CUFAN le respondió con inmensa afabilidad en un tono que presagiaba futuros mandatos supremos: “No se preocupe, compadre (sic) puede contar con toda mi colaboración. Y en el futuro llámeme directamente. No necesita de intermediarios…”. Nos miramos con asombro. El futuro nos sonreía.

Extenuados pero satisfechos por el deber cumplido salimos a cenar: era nuestro primer alimento de la jornada. Recuerdo haberme sentado poco antes de la medianoche en la barra de una arepera de La Castellana. El ánimo general era de fiesta. Pero algo enturbiaba el ambiente. Los rumores aportados por los más suspicaces presagiaban temporales.

Poco después de la medianoche volvimos a la Quinta Monteverde. Parecía una carabela a la deriva. Atravesamos la calle. Tampoco se veía un alma por la Quinta La Unidad, nombre presuntuoso con el que pretendimos forjar una realidad imposible. Preocupado por tanta ausencia me acerqué hasta la sala de la Planta Baja en la que se celebraban nuestros encuentros con los medios y escuché los rumores que llegaban desde el despacho de prensa. Abrí la pequeña puerta corredera y me encontré con la dirigencia política en pleno, apretujada en sus escasos metros cuadrados. Mendoza, cabizbajo y ausente, ocupaba el sillón del escritorio del encargado de prensa y a su alrededor se agolpaban los rostros apesadumbrados de la dirigencia opositora. A eso de la 1 de la madrugada un celular trajo las primeras noticias. Alguien desde el CNE comunicaba el temido resultado que se esperaba de un momento a otro en boca del rector Carrasquero: 60% a favor del NO, 40% a favor del SÍ. Después de un silencio interminable alguien gritó desde un rincón: ¡Fraude, coño, ése es un fraude! ¡Las cifras han sido matemáticamente invertidas! ¡Hay que denunciarlo de inmediato y llamar la gente a las calles!

Recuerdo a Leonardo Pizani intentando paciente e infructuosamente convencer a un renuente Enrique Mendoza a denunciar el inminente anuncio del fraude por parte de los rectores del CNE y a convocar a nuestra gente a salir a las calles. Mendoza parecía haberse desplomado y abanicando alguna inútil papeleta reclamaba cabizbajo, moviendo la cabeza de un lado a otro, ante la ausencia de las actas. “Sin actas en la mano, no hablo”. Alguien se volvió desesperado hacia la nada y preguntó por las actas. El responsable – ¿o los responsables? – se habían esfumado. Hubo quienes pidieron esperar hasta recibir algún indicio de los encargados del CNE que nos merecían alguna confianza, Ezequiel Zamora o Solbella Mejías. Y hablar recién entonces, las cifras oficiales en la mano. El tiempo corría apresuradamente aunque en el pequeño despacho en que nos hallábamos todo había adquirido contornos de brumosa irrealidad. No había manera de detener la catástrofe. Cuando se me hizo claro que el momento era definitorio y exigía un gesto de grandeza me volví hacia Julio Borges y le pedí que fuera él quien atravesara hasta la Quinta Monteverde, denunciara el fraude en curso y convocara a nuestra gente para impedir la consumación del crimen. La prensa internacional esperaba ansiosa por alguna declaración opositora. Se cruzó de brazos y dijo mirando al vacío: “¿a mí me van a echar esa vaina?”.

Serían las tres o las tres y media de la mañana. Vi que no había a quién ni a qué asirse. El fraude estaba consumado. Volví a casa cuando ya amanecía. Deseé no despertar más nunca. Una maravillosa, una épica jornada había sido trastocada en una dolorosa tragedia. El precio a pagar por no haberlo previsto sería muy caro. La ciudad ya estaba en silencio.

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