Opinión Nacional

¿Cuál principio de territorialidad revolucionaria?

Desde sus inicios, el oficialismo ha invocado el curioso derecho a la ocupación y empleo de los espacios públicos. Negándolos en forma violenta y con la grata aquiescencia de las autoridades, trata de imposibilitar la presencia de toda aquella manifestación ciudadana que sea o sospeche como adversa al mandatario supremo.

Huelga comentar el establecimiento de las llamadas zonas de seguridad (militar) y hasta la no menos curiosa criminalización de los cacerolazos que impedían una amable estancia de las más conocidas personalidades pro-gubernamentales en caros restaurantes, pues, en la mísera división del trabajo partidista, a otros les toca velar por los lugares más azarosos, cotidianos y emblemáticos que ofrecen pueblos y ciudadanos. Habrá que esperar la definitiva versión e interposición de las denuncias realizadas por la Alcaldía Metropolitana de Caracas, a objeto de conocer las condiciones salariales de los “espontáneos” guardianes políticos de la vía pública.

Recientemente, el acto aniversario de COPEI coincidió con la alocución anual del llamado Comandante-Presidente por ante la Asamblea Nacional y, aún resguardada por la Casa Militar, la Plaza Bolívar difícilmente pudo convertirse en el escenario de una modesta ofrenda al pie de la estatua de El Libertador. Y, aunque el hecho no tuvo las notas dramáticas de la otra ofrenda intentada en enero de 2003, nuevamente confirmó el principio de territorialidad de la supuesta revolución que vivimos, ignorando cuál norma constitucional o legal, acaso una ordenanza, lo recoge e institucionaliza.

Dato tangencial alguno es que la céntrica plaza una vez llamada “Andrés Eloy Blanco”, en el centro, o la urbanización popular “23 de Enero” de Caracas, sean el exclusivo asiento, domicilio o sede de partidos y organizaciones favorables al régimen, por cierto, demostrando otra vez la dificultad de reducirlos al PSUV. Una suerte de Ciudad-Estado se levanta, embrionariamente en una plaza, o consolidadamente en una urbanización, como reconocimiento, modalidad y explicación de la distribución de privilegios a la multiplicidad de partidos – mediáticos, armados, parlamentarios, meramente clientelares – que obran por la supervivencia del régimen.

Que sepamos, jamás el ahora oficialismo vivió tamaña situación en los noventa, sobre todo en la cercanía a lo consabidos comicios de 1998. Esgrimiendo un legítimo derecho, el movimiento político y social (chavismo) actuó libremente en los espacios públicos y colectivos que ahora, siendo gobierno (chavezato) niega a otros.

Obviamente, hay temor de “entregar” esos espacios públicos a la oposición, impedida de marchar y mitinear en el centro nervioso de pueblos y ciudades. Temor más humano, sencillo y hasta cierto punto comprensible del Guardia Nacional que trata de no reprimir la incursión opositora, sabiéndola un derecho constitucional, y de preservar su sueldo “haciéndose el loco” cuando el oficialismo ataca y no precisamente con piedras.

COLETILLA

Distante e impactante descubrimiento y lectura de dos o tres días, fue “El hombre” de Irving Wallace, en los tiempos del bachillerato que también hicimos en la biblioteca pública. Las dificultades de un presidente negro (como los cantantes de jazz, de acuerdo a Les Luthiers), en los Estados Unidos que no lo imaginó sobre los hombros de un speaker, iniciaron una febril y larga atención a la novelística de política-ficción. Ahora, en el norte, legitimado inequívocamente por las urnas, Barack Obama toma juramento camino a la Casa Blanca. Sin embargo, tan importante y trascendente suceso, propicio para una reflexión creadora, sorprendentemente es demolido por el propio racismo del chavezato y sus relacionados (como lo adviertiera Elizabeth Burgos en 64.207.147.4), avisándonos de la confusión que les embarga. Y esto, adicionalmente, porque hemos escuchado criterios contradictorios y sorprendentes que encallejonan a los más ingenuos seguidores del supremo mandatario. De haber perdido los comicios, era obvia la respuesta del chavezato: por negro; y de haber ganado, como ocurrió, por servil. Esto es, sin dar con una solución sensata y acaso dialéctica al problema. Incluso, un poco más sobrio, el dirigente comunista de larga y también modesta trayectoria, Carolus Wimmer, intentó explicar ese triunfo desde una estricta perspectiva de clase, como parece lógico a todo marxista. Lo cierto es que, en medio de las infinitas contradicciones, resabios, vicios y quién sabe si hasta maldiciones, sabremos de una etapa que la literatura de anticipación de mayor garbo distó muchísimo en esbozar y adivinar.

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