Opinión Nacional

Crímenes de odio

A Luis Enrique Montilla, según dicen, le dieron varios balazos. Pero eso no fue suficiente: también lo degollaron con un cuchillo de cocina y lo lanzaron a una fosa abierta en un viejo cementerio barinés. Le acompañaba su amigo Baudilio Gallardo Bastidas. Ambos de 18 años, peluqueros de oficio. Gallardo intentó huir. Peor para él. Recibió un tiro en el abdomen. Sus victimarios no estuvieron satisfechos con tan poca cosa: cortaron su cuello con el mismo filo. No fue suficiente: le prendieron fuego mientras agonizaba.

Sobre ellos dijo un diario regional: «La comunidad de Barrancas resultó alarmada por el hallazgo de los cadáveres de dos jóvenes con tendencia afeminada». Una manera un poco torpe de aclarar que eran homosexuales. Sus padres los reportaron como desaparecidos ante la policía científica: los vieron vivos por última vez el pasado 11 de enero. Cuatro días más tarde los familiares encontraron los cuerpos en el cementerio de Pueblo Viejo, en Barrancas.

El asunto se resolvió así: Erik Mike Sepúlveda, de 19 años, orquestó la celada y el doble asesinato ayudado por cinco cómplices, dos menores entre ellos. La discusión por una deuda de 400 bolívares explica el asunto y la detención de los asesinos -con foto del cuchillo incluida- cerró el caso para efectos policiales.

A Rodrigo Durán le conocían como Xiomara. Una amiga vio cómo sucedió todo: ambas estaban en la avenida Libertador, en Caracas, haciendo trabajo sexual. Primero pasaron unos policías que les dijeron algunas cosas: lo de siempre, los insultos. Horas más tarde, desde un automóvil particular un hombre solo les gritó otro tanto. Lo común: ser insultadas y responder.

Al rato volvió el mismo sujeto. Detuvo el carro. Hizo señas, las llamó. Xiomara pensó que podía ser un cliente. Calculó muy mal: recibió seis balazos, pasó 11 días agonizando, hubo extraños problemas para atenderla en alguna terapia intensiva y murió, finalmente, durante una intervención en el hospital Pérez de León el 18 de mayo de 2009.

Chantal fue testigo de este asesinato: no hubo robo, no fue un cliente habitual que regresó molesto. Sólo hubo plomo. Pero no se atrevió a denunciar, ni a explicar cómo era el victimario. Se esfumó. Durante meses no regresó a la Libertador. Pero hay que trabajar y ese es el mejor sitio. Tuvo que volver. El 14 de enero de 2010, muy cerca de Pdvsa, la mataron de un balazo. Estaba sola. No la robaron. Nadie, fuera del CICPC, conoce el estatus de la investigación. En realidad, tampoco se sabe si ha habido tal investigación. En concreto: Yonatan Matheus, director general de la ONG Venezuela Diversa, ha intentado que le informen al respecto. Ha sido en vano.

Además del horror y la obvia orientación sexual de sus infortunados protagonistas, estas historias tienen otro elemento común: en su tratamiento policial y penal debería considerarse el concepto «crimen de odio» por encima de la salida tan sencilla de despacharlos como «ajuste de cuentas». Y ese factor no se maneja, entre otras cosas, porque no existe en las leyes venezolanas.

«Es una categoría que se refiere a agresiones y delitos cometidos contra una persona y que están asociados a prejuicios del atacante que pueden ser religiosos, raciales, por su nacionalidad o por su orientación sexual e identidad de género, real o percibida». La explicación es de Tamara Adrián, abogada y activista por los derechos de la diversidad sexual. El concepto incluye todo lo que contiene el Código Penal. Es decir, no se trata sólo de asesinatos.

Así lo define el Tolerance and Non-Discrimination Information System (Tandis): «Son hechos criminales cuyo motivo es el prejuicio. Este motivo es lo que hace a los crímenes de odio diferentes de otros delitos. Incluyen actos de intimidación verbal y hasta violencia física o daño a la propiedad. El término se refiere más a un tipo de delitos, o fenómeno, que a un delito específico. No es una definición jurídica y no todos los sistemas penales los reconocen. Los crímenes de odio tienen dos elementos: un delito y un motivo prejuicial. Sin delito no hay crimen de odio. Sin motivo prejuicial es un delito ordinario. El perpetrador siempre escoge a su víctima por pertenencia (real o percibida) en un grupo específico (étnico, religioso, sexual, con discapacidades, etcétera)».

La condición agravante
En lo que va de año se han identificado al menos 4 asesinatos que podrían ser tratados como crímenes de odio. En la lista están los dos jóvenes de Barinas. También Angel Segundo Pirela, 19 años, travesti. Se hacía llamar Angela, estudiaba peluquería quizás para abandonar la calle. Lo encontraron muerto en Maracaibo el 18 de enero. Sin, pómulo y cabeza: por ahí entraron las balas.

El registro no es completo. Se levanta apenas con lo que se publica en la prensa o con el comentario de calle. Problemas, muchos: las familias suelen esquivar la atención para que no se conozca la orientación sexual de las víctimas. Pero sin personal ni recursos suficientes y pese al secretismo que ya es norma en el CICPC, Venezuela Diversa contó siete casos en 2009. El de Sasha Estefanía (Carlos Velásquez), 28 años, transgénero, es uno. A las 6 de la tarde en la calle Los Cedros de la urbanización caraqueña La Florida, un balazo en la cabeza la dejó sin vida.

La mañana del viernes 3 de julio de 2009 encontraron el cuerpo de Jhon Carlos Molina Morales detrás del politécnico Santiago Mariño, en San Cristóbal: primero pensaron que era una dama, dice la nota de sucesos regional. Hasta que se constató que era «un transformista que actuaba en horas nocturnas». Otra torpeza del lenguaje que refleja parte del problema: ¿en qué se «transformaba» Molina? Murió a balazos. Como casi todos los del inventario.

¿Hay que asumir que todos los asesinatos de homosexuales, travestis y transgéneros son crímenes de odio? Támara Adrián explica que existe una suerte de convención internacional al respecto: «Si una persona gay, transgénero, lesbiana, sexo diverso, es asesinada, hasta prueba en contrario la hipótesis policial debe suponer que se trata de un crimen de odio y deben estar atentos a la presencia o no de elementos de esa naturaleza. El problema aquí es que no se considera el móvil del odio. Y si no se investiga no hay mucho que se pueda hacer».

Motivos fútiles, carga de prejuicio, posible relación con grupos fanáticos, presencia de signos particulares y, especialmente, ejecución con saña. Esos son algunos de los aspectos que -aunque varían de un hecho al otro- ayudan a identificar que se trate de un crimen de odio.

Lo de Barinas calza como ejemplo: «Ese fue un crimen de odio», dice José Ramón Merentes, de Unión Afirmativa Venezuela: «Muestra evidentes signos de desprecio por las víctimas: los degollaron, quemaron a uno, enterraron a otro».

La Red LGBTI de Venezuela, que reúne a diversos colectivos organizados de lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, transgéneros e intersexuales; ha tratado de que la legislación nacional reconozca la existencia de los crímenes de odio. De hecho, reiteraron su solicitud formal ante la Asamblea Nacional -en documento del 22 de febrero de 2011 (ver nota complementaria)- a que la reforma a las normas penales incluya la tipificación de crimen de odio como agravante genérica en todos los delitos. Piden, además, que se designe una Comisión Especial para Asuntos de Diversidad Sexual en la AN.

Tamara Adrián, directiva de la red, asegura que en noviembre pasado intentó conseguir un derecho de palabra ante la comisión de diputados que discutía la reforma al Código Penal: «No respondieron».

El planteamiento no es aislado. Se trata de un aspecto inserto dentro de la aspiración a eliminar lo que consideran como «leyes segregacionistas por razón de orientación sexual o identidad de género». El asesinato es el eslabón final donde termina una larga cadena de hechos asociados con la discriminación y el prejuicio.

Venezuela Diversa comenzó a documentar los casos en 2008 a raíz de la muerte de José Eduardo Aranda, conocido por su «nombre social», Aranta: merideña, un balazo. «Tenemos un programa de prevención de VIH con las chicas que trabajan en la avenida Libertador. Y allí nos encontramos con sus problemas: palizas, acoso policial», explica Matheus: «La violencia contra ellas se ha incrementado y de eso no se habla. Se intenta justificar esa violencia y los maltratos por el tipo de trabajo que realizan, pero no se toman en cuenta sus derechos humanos. Lo que hacen es criminalizarlas y justificar socialmente las agresiones. Se niegan a reconocer que son crímenes de odio. Por eso empezamos el registro, para visibilizar esta situación».

Daniel Márquez, de Unión Alternativa Venezuela, advierte: «No existe una dirección especial en la Defensoría del Pueblo, ni en la Fiscalía que se ocupe de estos casos. En la Alcaldía Metropolitana había una oficina de atención a LGBTI donde recibían denuncias, pero la eliminaron al salir el alcalde Juan Barreto».

La única instancia, entonces, no existe más. Un estudio hecho en 2008 por Acción Ciudadana Contra el Sida, reflejó que 50% de los encuestados han sufrido agresiones por parte de cuerpos policiales o por privados debido a su condición de LGBTI . 89% de las agresiones no son denunciadas: 45% no lo hace por desconfianza al sistema y 28% por miedo o vergüenza. Se estima que hoy ese panorama sea peor. «Las pocas denuncias que se llevan a cabo no se procesan con categorías diferenciadoras», señala Adrián: «Muchas se catalogan como hampa común o crimen pasional. Y esa es una forma de invisibilizar la problemática».

«No todo crimen de odio termina en muerte», advierte Matheus. Por eso se hace seguimiento -o se intenta- a situaciones de acoso y maltrato a las personas de la «diversidad sexual». En sus recorridos por Caracas el equipo de Venezuela Diversa encuentra razones de alarma. Por ejemplo: a la homofobia de los cuerpos de seguridad se suma la de vigilantes privados de centros comerciales que hostigan con impunidad. «Hay un empeño por criminalizar el hecho de ser gay». A partir de esa idea resta poco para unir la cadena: «Violencia verbal, física, abuso de autoridad, extorsión y, finalmente, la muerte».

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