Cordón y trompeta
De intensas actividades se ha hecho la agenda de estos días, ilustradas en las marchas. Estas arrojan sus grandes y modestas lecciones. ¿Estaremos a las puertas de innovar la cultura política que creemos tener como promesa de las grandes avenidas democráticas? ¿Las recorreremos o apenas es una finta más? ¿Seremos capaces?
Pudimos llegar y traspasar el cordón policial, el día 17 de diciembre. La gente estaba rabiosa e incontenible. Nos esperaba una emboscada del oficialismo. Algo anunciado, incluyendo –desafiantes- los ventanales y balcones de los edificios cercanos. ¿Acaso no podría relucir el hocico de un francotirador para otra revuelta de sangre y por la que el Estado no responde?.
Surgió el razonamiento básico: los políticos culpables y ¡cobardes!. Televisión aparte, quienes estuvimos ahí debíamos contribuir con un grano de arena, aunque sea, a resolver el dilema: irse o quedarse cuando la oscuridad llamaba a todos y ¡en territorio plagado de eso que llaman “Tupamaros”!, expresión culminante del fenómeno también llamado “chavismo”.
En las inmediaciones del Panteón Nacional todo se redujo al absurdo. Una protesta legítima, cívica y pacífica próxima a recibir toda la descarga de la ceguera, el fanatismo y la intolerancia gubernamentaloides. De no haber acudido al lugar, los políticos de la oposición (como si no los hubiera del gobierno) tendrían la culpa. Al acudir y enfrentar los riesgos mortales, también. Y de avanzar hacia el lugar de todos los peligros, donde anidaban las piedras y balas constantes y resonantes, ¿cómo pudieron exponernos al suicido?. Por lo que –en consecuencia- de no avanzar, ¿por qué tan cobardes?.
Transitar esas avenidas requiere de responsabilidad. Alguien le gritó a un amigo, connotado dirigente de la oposición, precisamente ¡cobarde! por no arriesgar la vida ajena. Intentó razonar: debemos saber hasta dónde llegar, pues hay heroísmos futiles, imposibles de abonar a la justa lucha opositora. ¿Otro Llaguno, otro Altamira?. ¿Acaso no nos interpela la tragedia en sí misma, la de un gobierno que ha atentado contra el Estado y que tiene desprovisto hasta de dispositivos lacrimógenos a Henry Vivas y a su equipo en el intento de salvaguardar la vida de los ciudadanos?. ¿El hecho político reside en ir a una guerra indeseable, por cierto, enfrentando con el pecho abierto e improvisando los ritmos frente a la gavilla homicida y equipada del oficialismo?.
Lo que es peor: ¿no hubo el acuerdo de limitar, en las vecindades del Panteón, la marcha?. Entonces, ¿por qué unos dirigentes, respaldados por sus escoltas policiales, se colaron como cabezas de marcha, procuraron telegénicamente ofrendar a Bolívar, mientras se dijo que iba toda la gente o no iba nadie y menos una reducida comisión a intentarlo?.
Agreguemos la noción klausewitziana del “punto culminante de la victoria”: ¿ésta residía en la conquista territorial del supuesto bastión “chavista” o, en la otra acera, impedir que la ciudadanía democrática ofreciera el testimonio cercano al sarcófago de Bolívar?. ¿No lo fue que reducidas personas del oficialismo pudieran gritar sus consignas a las multitudes de paso, sin que les ocurriese nada, mientras que un opositor ni remota y distraídamente puede rozar la “esquina caliente”, el abalorio toponímico del régimen?. ¿De dónde venimos?.
Un trompetista sigue dando la respuesta emocionada. Estuvo encaramado en la azotea de un edificio que también tejió una de las marchas de semanas anteriores: la multitud ordenada y cívica pasaba por debajo, silente al recordar el pistoletazo de Altamira. Se escucharon las primeras estrofas del Himno Nacional, contra un limpio cielo y un limpio sol de los que brotaban el canto de la imaginación. Hay algo más que esas sargentadas de ocasión, culpabilizadoras a ultranza. Algo más que la televisión.