Corazones enterrados
A los hijos se los quiere con todo el amor que el corazón alcance, con el alma volcada en cada uno. Cada hijo es único. Cada hijo tiene un lugar de preferencia en el corazón de su mamá y de su papá. Los padres tienen un corazón para cada hijo. Y si se tienen veinte hijos, hay veinte corazones repartidos entre veinte hijos que tienen un espacio especialísimo en sus padres.
No puedo ni imaginar lo que sienten los padres de los hermanos Faddoul Diab el día de hoy. Es imposible figurarse el dolor de sus corazones en este instante. Escuché alguna vez que no hay nada peor que enterrar a un hijo. ¡Pero enterrarlos a todos, y a la vez! ¡Habiendo vivido la tragedia de un secuestro, sin haber tenido la oportunidad de comunicarse con ellos en mes y medio! Es demoledor. ¡Cuánto dolor! ¡Cuánta tristeza! ¡Cuanta desolación debe haber en su alma!
Una mezcla de rabia, indignación y desasosiego invade los hogares de los venezolanos. Una impotencia iracunda. Una cólera que revuelve las entrañas de todos y cada uno de nosotros. Una indigestión de sentimientos por la perversidad, la monstruosidad, el horror de un crimen atroz. Una desobediencia rebelde a la voluntad de Dios. Una pregunta sin respuesta que nos muestra nuestra pequeñez y nuestras miserias. Un ¿¡por qué Dios mío!?
Una madre, a pocos momentos de conocer el asesinato de su hijo, hacia unas declaraciones, descorazonada, porque es el segundo de sus hijos que le matan, y decía que no hay más remedio que acostumbrarse a enterrarlos porque en los cerros no existen autoridades que los protejan. ¿Cómo es posible acostumbrarse a que maten a los hijos? ¿Es que hay que acostumbrarse a convivir con la muerte, la violencia, el horror?
¿Será que hay que acostumbrarse a despedir a los hijos para siempre cada mañana por si no los tenemos de regreso? ¿Será que los entregamos al patíbulo cada vez que salen a la calle? ¿Será que hay que enseñarles la muerte?
Esta vez fue un crimen horrendo a tres muchachos y un padre de dos pequeños que no verá crecer. Ayer fue una mujer con un hijo en el vientre alcanzada por una bala perdida en un enfrentamiento entre malhechores. Meses atrás, un joven de diecinueve años ultimado en una marcha política. Otro joven ajusticiado por resistirse a entregar el carro a unos atracadores. Un industrial muerto a balazos. Policías asesinos y civiles asesinados. Un estado irresponsable que protege a forajidos. ¿¡Hasta cuándo!?
Cuesta aceptar hechos que escapan al entendimiento. El estupor nos paraliza y nos extrae la furia que quisiera patear lo que encuentra a su paso. La sensibilidad se hace llanto para no parar. El abrazo que damos a nuestros hijos nos hace sentir que el vientre es la guarida que no queremos que abandonen. El lugar donde los protegemos. La esfera hermética de resguardo. Pareciera que solo las entrañas y el cielo son impenetrables.
Pero los hijos nacen y se les suelta a la vida. A la vida. ¡No a la muerte!
No podemos reducir el dolor de cada madre, de cada padre a quien le fueron arrancados sus hijos, pero podemos ofrecer, esta Semana Santa, mil oraciones al cielo para que las familias de tantos seres difuntos, producto de la violencia y el terror, encuentren consuelo. Para que nuestra insignificancia entienda lo que no podemos. Y para que, a todos esos seres que enterraron sus corazones con los de sus hijos, Dios les regale, con la paz del alma, un pedacito de cielo.