Contra la barbarie
Chávez no quiere a las universidades.
Y por lo mismo, las universidades tampoco quieren a Chávez. Esto último se puede probar matemáticamente, contando las cifras abrumadoras y reiteradas de las elecciones profesorales y estudiantiles de aquellas que todavía pueden expresarse, las mayores de paso. Una revolución sin jóvenes, valga decir sin futuro, y sin saberes es cosa más bien desoladora y siniestra. Las razones no deben ser muy difíciles de establecer, tienen que ver con el deseo de convertir el país en un inmenso cuartel: sin cultura, sin diálogo, sin libertad de espíritu y de crítica, sin rebeldía. Valga decir los valores que le son esenciales al alma universitaria.
Pero como Chacumbele no tolera sino al que le rinde los honores correspondientes, todos los demás, que van siendo legión por cierto, se convierten en reptiles, renacuajos, escarabajos y sólo pueden esperar su inclemencia. Y vaya que ha sido dura con las universidades.
Más ahora, que los estudiantes no sólo no han querido comer del árbol de las tres raíces, de los manuales de la Harnecker, de las barbas marchitas de Fidel o de los platillos teocráticos iraníes sino que les ha dado por salir a la calle alegres, pacíficos y ocurrentes a defender libertades y derechos; o sus «elitescos» profesores, que no dejan de señalarle su oceánica ignorancia y las catástrofes de su gobierno que de vaina nos están dejando país.
Ahí tienen, pues, su merecido. Presupuestos de sobrevivencia, salarios míseros, limitación de la autonomía, novísimas elecciones populistas, maldiciones al mérito y procacidades del gangoso verbo presidencial. Y, más recientemente, gas del bueno y guardias nacionales entrenados para ser feroces.
Pero como si todo eso no bastara hay que aplicarle la más sucia violencia, la más fascista, y no es metáfora, la de sus matones paramilitares, sus sicarios oscuros, sus terroristas tarifados. A cada rato, por cualquier motivo, se atropellan personas y bienes universitarios en todas las altas casas de estudio del país.
Así se trate de los compañeros de aula o de los inigualables recintos del patrimonio de la humanidad. Y el gobierno cabroneando. El ministro, quien confesó no saber qué pasa en las universidades, se hace cómplice de la barbarie afirmando que son las autoridades rectorales las responsables y no el malandraje colorado. Al fin y al cabo son gente de este lado, mandados por algún cacique o por varios o por todos. Y es fácil la tarea: basta una bandita de pistoleros bien provistos para dejar inermes a las grandes mayorías que los adversan con las manos blancas que tanto obseden al Presidente.
Los estudiantes tienen que encontrar la manera de parar ese humillante y amenazante atropello. Los estudiantes demócratas deben poner en su agenda como primera prioridad detener la barbarie que amenaza sus vidas y sus instituciones. Hay que presionar para que el gobierno se dé cuenta de que ese crimen no paga. Así haya que montar guardia día y noche para resguardar el derecho a saber, a crecer, a salvaguardar la luz del entendimiento que es la única que hace porvenir.