Con Guzmán Blanco vivíamos mejor
Viendo mejor las cosas, debí escribir más bien: “Guzmán Blanco vivía mejor”. ¿Comparado con quién?, preguntará usted, y la respuesta resplandece por lo obvia: Antonio Guzmán Blanco, arquetipo de dictador latinoamericano, vivía, y en general, hacía todo lo que cuadra a un autócrata, pero no era un desalmado. Y todo, absolutamente todo le salía muchísimo mejor que a Hugo Chávez, por mencionar a un aspirante al título de presidente vitalicio. Rato largo mejor.
Para empezar, consideremos sólo una de las propensiones que Guzmán Blanco y Chávez tienen en común: la de querer vivir en el extranjero el mayor tiempo posible, lejos de esta “equivocación de la Historia”, como Pío Miranda solía llamar a Venezuela.
( Conviene no confundir a Pío con Francisco de Miranda, otro charlatán fracasado, quién sabe si pariente lejano del comunista valenciano, y a quien, llegado el momento, llegó a costarle la vida el haber condescendido a rodearse de gente tan amiga del bochinche y del salto de talanquera como era la panda de “grandes devoradores de serpientes”, Simón Bolívar a la cabeza, que en 1812 lo entregaron a las autoridades españolas a cambio de un salvoconducto.) Pero volvamos a nuestro breve esquisse comparativo entre Guzmán Blanco y el Sarcoma Andante.
Una elocuente diferencia la hallamos en el desprecio que Guzmán Blanco ( en lo sucesivo, simplemente Guzmán, a secas) sentía por el país natal al que, en su correspondencia íntima, llegó a describir muy atinadamente como “principado de la pequeñez”.
A Guzmán sencillamente no le gustaba vivir en este chiribital anegadizo, habitado por balurdos vociferantes e igualados que llamamos Venezuela, y lo admitía sin melindres, al punto de cerrar periódicamente el megarrancho que algún adulante le regaló ¡en Antímano, hágame usted el favor! para mudarse a un palacio construído en el siglo XVIII en Auteuil-Neully-Passy, París 16, el mismo barrio de Moilère, Victor Hugo y Marcel Proust. A pata e’ mingo del Bosque de Boloña. “Venezuela es para hacerse rico y vivir en París”, dicen que dijo alguna vez, todavía chamo, con polainas y en campaña guerrera en la Sierra de Coro
En cambio, a Chávez, no sin razón bautizado por Laureano Márquez con un indiferenciado “Esteban”, le es igual vivir en una alcabala de la Guardia Nacional en Los Corozos, en las riberas del Arauca, en un cambuche de las Farc, en ese engendro pretendidamente neoclásico que llaman Miraflores o en una “casa protocolar” en La Habana, rodeado de esbirros del G-2 en guayabera.
La imagen del G-2 husmeándolo todo conduce descansadamente a otra diferencia abismal entre Guzmán y Esteban y es que el Autócrata Civilizador gustaba de hacer pausas en el agotador tráfago de la vida oficial y suspender las funciones de gobierno para retirarse a los placeres de la vida íntima. A disfrutar del convivio familiar o de la tertulia entre amigos cultos y ocurrentes. Le gustaba alternar, relajadamente y en un ambiente très détendu, con los caballeros franceses, elegantísimos capitanes de industria con quienes solía hablar de negocios.
No por ello dejó de ocuparse de dictar el Decreto de Instrucción Pública, erigir el Palacio Federal Legistativo, dotar de acueductos y cloacas a la ciudad de Caracas, inaugurar el Teatro Municipal ni mucho menos de instaurar un razonable estado seglar con ferrocarriles, moneda de curso legal, timbres fiscales y sistema de aduanas donde antes no hubo sino monte, culebra y matazón de gente.
Y todo hecho con la mayor souplesse, entre un polvito querendón con alguna rubia cocotte parisina – o con su cuñada, como es fama inverificable: Guzmán Blanco, el de la bragueta cordial – y un canard à la solognote, convenientemente rociado con un Lamy-Pillot cosecha de 1867, el borgoña favorito de Napoleón III, en almuerzo tertuliante con el pana francés que le pasó senda comisión por el tendido del telégrafo. Todo conducido sin vociferaciones ni balcones del pueblo ni malas palabras.
Esteban, en cambio, no sabe estar solo. Para él la vida debe parecerse a la batalla de Araure pintada por Tito Salas: un atajaperros de lanzazos, mentadas de madre y tiros a quemarropa. Se burlaba Quevedo de Lope de Vega diciendo que éste no sabía vivir “si no es en multitud y a gritos, como sus comedias”. Tal destino, al parecer, nimba al Caudillo de Sabaneta al punto de hacer inimaginables los sufrimientos morales que al Héore del Museo Militar le impone el secuestro de que es víctima a manos de la banda de los hermanos Castro. No hay Twitter, ese miserable y triste consuelo de 140 caracteres, que mitigue la pena de no poder ya infligirnos, durante nueve horas, una cadena de dicharacheras consignas con la regularidad acostumbrada.
Guzmán fue un dictador, cómo no, pero alcanzó todo lo que se propuso, acaso porque se proponía cosas perfectamente razonables y hacederas: un modetso pero funcional srviciotelefónico entre Caracas y La Guaira, por ejemplo. No fue nunca un líder continental de patio de bolas, como Esteban. No se le quedó en el tintero ningún Gran Gasducto Guayana-Cochabamba-Patagonia ni lo cegaban supercherías propias de comunista de pueblo, como esa de que un hospital cubano es mejor que el Anderson Cancer Center de Houston.
Si a Guzmán le daba por cambiarse de barrio, no se andaba con pendejadas: se mudaba de un solo coñazo a París; no a Guanabacoa. Guzmán fue hombre de muy superior musculatura moral, comparada con la de Esteban. Si lo atacaba la nostalgia, tendía un cable submarino transatlántico desde Le Havre hasta Carúpano y se enlazaba con el sistema nacional de telegrafía para preguntar como estaban por la casa y, de paso, darle instrucciones al bueno-para-nada de Linares Alcántara.
¡Pero ni de vaina se le ocurría venirse desde Francia a que lo asaltaran y le pegaran un tiro en la cabeza para quitarle la carroza !
Cuando, luego de una larga vida – en esto tampoco lo ha de superar Esteban -, llegó el momento de entregar la careta y las chingalas, Guzmán arregló sus cosas, privadamente, sin lloriqueos en público, y le importó un carajo la posteridad ni quién pudiese sucederlo. A él, que le quitaran lo bailado.
Murió inmensamente rico, realizado, harto como San Lucas y en París. Sin aguacero.