Opinión Nacional

¿Comienzo del fin?

La mañana del 3 de diciembre, después de pasar unas semanas en las que el tema de la política venezolana, ya bastante dominante en mi vida, monopolizó mi mente al extremo que me costaba abrir la boca sin hablar de Hugo Chávez, decidí, por el bien de mi matrimonio, apartarme del tema por unos días. Pero el retiro voluntario no duró mucho. Porque a los dos días, en una rueda de prensa convocada por el Alto Mando Militar, el presidente volvió con uno de sus desplantes, empujándome otra vez a ese estado de crispación en el que Chávez ha hundido al país durante los últimos nueve años.

El motivo inicial de esta vulgar rueda de prensa era desmentir un rumor que corría por Caracas desde el día del referendo y que el periodista de El Nacional, Hernán Lugo-Galicia, confirmó en un reportaje que, según me informó él mismo, cuenta con varias fuentes primarias (es decir, gente que estuvo allí). El reportaje básicamente dice que Chávez no quería reconocer la derrota hasta que el Consejo Electoral no totalizara todas las actas, labor que podría tomar cuatros días y desatar una ola de violencia. Pero que luego, en parte por la presión de un general en Fuerte Tiuna y unos militares de Maracay cercanos al ex ministro de Defensa, y ahora opositor del gobierno, Raúl Isaías Baduel, Chávez entendió que “era inconveniente postergar la agonía.” Es decir, una de las implicaciones del reportaje es que la Fuerza Armada contribuyó a que Chávez aceptara la derrota.

Es natural que esta historia, que pareciera ser cierta, haya molestado al presidente. En primer lugar, es un indicio de que Baduel retiene un grado de influencia en la Fuerza Armada. En segundo lugar, es una prueba de una tesis que adelanté en octubre cuando fijé mi posición contra la abstención. Dentro de la oposición hay una tendencia a ver una línea recta entre la voluntad presidencial y las acciones de las principales instituciones, o dicho de otro modo, una tendencia a ver las instituciones como bloques impermeables donde ya es imposible que se infiltre la más mínima dosis de justicia. Lo cierto es que estas instituciones en Venezuela, aunque están controladas por Chávez, retienen cierto grado de porosidad –una porosidad que, como bien sabe el presidente, podría aumentar conforme baje su popularidad o se intensifique la presión de la oposición. Y en situaciones neurálgicas, como la que vivimos el día del referendo, el poder que ejerce Chávez sobre estas instituciones se le puede resbalar de las manos, sobretodo si trata de hacer algo tan grave como desestimar la voluntad popular o perpetrar un fraude.

Pero el reportaje de Lugo-Galicia, y la iracunda reacción presidencial que provocó, son también una prueba de que no va a ser nada fácil sacar del poder a Chávez. Porque, si en este referendo, en el que no estaba en juego su poder, a Chávez le costó aceptar la derrota, ¿qué pasaría en unas elecciones en las que su derrota signifique una entrega de poder? ¿No es el reportaje de Lugo-Galicia un indicio de que Chávez va a ser todo lo posible por buscar, de aquí al 2012, otros mecanismos para seguir construyendo un muro inexpugnable para blindar su proyecto totalitario? Raúl Isaías Baduel, que conoce a Chávez desde hace muchos años, lo advirtió casi inmediatamente después de que el Consejo Electoral anunció los resultados: el gobierno podría tratar de utilizar otras vías, como la cuasi-dictatorial ley habilitante que le otorgó el Congreso, para aprobar la reforma. Y, en efecto, ese es el plan que ya ha comenzado a develarse en las declaraciones de varios diputados y del propio presidente.

Chávez ya había soltado algunas pistas sobre sus intenciones cuando aceptó la derrota, diciendo que la reforma “sigue allí” y llegando muy cerca de sugerir que él, no el electorado, estaba cediendo la victoria a sus opositores. Esto, sin embargo, no fue nada en comparación al discurso de dos días después, en el que, con un tono gamberro y amenazante, el presidente llamó “mierda” la victoria de sus opositores y anunció que habría una nueva ofensiva para aprobar “esa” u otra “versión simplificada” de la reforma, como si el resultado del referendo no fuese una decisión del electorado que el gobierno debe acatar, sino un error en la política oficial que se debe corregir lo antes posible. Luego, por si no había quedado claro que a él, el Líder Único e Imprescindible (como lo llama el vicepresidente), las leyes le quedan chiquitas, Chávez anunció que haría un ajuste en la Ley Orgánica de la Fuerza Armada para “crear” las milicias bolivarianas que su propuesta de reforma recién derrotada pretendía consagrar en la Constitución (lo que en verdad significa “legalizar,” porque las milicias ya existen). En esto consiste el talante democrático de nuestro presidente: aceptar la derrota, pero no las consecuencias que ella acarrea.

¿Cómo hacer frente a esta situación? Pues, en primer lugar, se debe analizar lo ocurrido el 2 de diciembre para extraer las lecciones más importantes de la victoria. Hubo varios factores que contribuyeron al triunfo del “No,” muchos de los cuales ya han sido señalados. El cierre del canal RCTV, que fue rechazado por más del 70 por ciento de la población. El efecto efervescente del movimiento estudiantil, que entre otras cosas fue clave para lograr un consenso entre la dirigencia opositora para llamar a votar. Las numerosas torpezas de Chávez, entre las que se cuenta pelearse intempestivamente con dos países semanas antes de las elecciones. Y, por supuesto, el fracaso del PSUV y la incapacidad del gobierno para solucionar los problemas de la corrupción, la inseguridad, la escasez y la inflación.

Pero un factor que también ha sido señalado, pero que debe ser enfatizado, es el factor de la despolarización. Una confluencia (afortunada) de factores convirtió este proceso electoral en el menos polarizado desde que Chávez ascendió al poder. Por un lado, surgió en mayo ese movimiento estudiantil que se situó habilidosamente en un punto quizá no medio, pero si más hacia el centro, entre la oposición tradicional y el chavismo, y al que Chávez no se le hizo fácil, por razones obvias, descalificar como “oligárquico” o “imperialista” o “puntofijista.” Y por el otro, surgió por primera vez un chavismo opositor visible, un “tercer polo” liderado por los diputados del partido Podemos y el ex ministro de Defensa, Raúl Isaías Baduel, y reforzado por otros ex chavistas como el padre Palmar y la ex esposa del presidente, Marisabel Rodríguez. Este tercer polo quizá ayudó a convencer a muchos de que se puede criticar a Chávez sin necesariamente pertenecer al bando de la oposición tradicional, y de que uno puede ser “revolucionario” y al mismo tiempo oponerse a la reforma.

Sería un error subestimar cuán beneficiosa es para el país esta tendencia hacia la despolarización. Ella es quizá la mejor garantía que tenemos contra la violencia y la arbitrariedad, y por eso debemos seguir haciendo lo posible para que no se revierta. ¿Cómo? Insistiendo en el mensaje de reconciliación, arrinconando a los seguidores de Chávez en escenarios de debate, dejando a los estudiantes operar con independencia, abriendo espacios para este nuevo “tercer polo” y sobretodo no satanizando al adversario, con lo que sólo logramos radicalizar al chavismo moderado que necesitamos para lograr una transición de poder pacífica dentro de cinco años. Sin duda, en Venezuela hay un sector que no pareciera tener ningún problema con llevar al país a una dictadura. Pero también hay un sector mucho más numeroso y permeable que, en estas elecciones, absteniéndose o votando en contra de la reforma, dio señales alentadoras –¡por fin!– de desencanto con el presidente.

Todavía quedan muchos obstáculos por vencer y mucho camino por recorrer para restituir una plena democracia en Venezuela. Sin embargo, creo que, por primera vez en varios años, muchos de nosotros vimos el 2 de diciembre una luz al final del túnel. Se podría decir que ese día hasta pudimos imaginar lo que hace unas semanas era casi inimaginable: una Venezuela sin Chávez comenzando en el 2013, un país en el que, de tanto en tanto, algunos podamos tomarnos una semanita para no pensar en política.

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