Ciudades latinoamericanas
Hace escasos días, por iniciativa de la A. C. Por la Caracas Posible, tuvimos la suerte de compartir sus experiencias con un nutrido grupo de alcaldes de ciudades de nuestro continente: sus éxitos, pero también sus insatisfacciones, los obstáculos y las dificultades que han debido superar para vencer lo que parecía un destino inevitable.
Hace cuarenta años el reputado intelectual mexicano Víctor Luis Urquidi pronosticaba que la típica ciudad latinoamericana de entonces, que llamaba la “ciudad prematura”, no era otra cosa que el anticipo de una futura “no-ciudad”; en los años sucesivos el miedo a ese eventual destino influiría enormemente sobre los responsables de las políticas urbanas en muchos de nuestros países, condicionando sus decisiones que curiosamente, como en nuestro caso, no hicieron sino acercarlo.
Los alcaldes que nos visitaron son prueba de que las ciudades no están signadas por un destino inevitable sino que, por el contrario, ellas pueden ser el resultado de un proyecto, de la voluntad humana y no de la fatalidad histórica o del designio inescrutable de algún improbable dios. Pero para que ese proyecto sea viable lo primero que se necesita es que las ciudades tengan autonomía para tomar las decisiones que consideren más convenientes y llevarlas a la práctica, algo que va abiertamente en contra de la tradición centralista latinoamericana. De modo que ese fue el principal escollo que debieron salvar los alcaldes que nos visitaron, pero unánime-mente reconocieron que en sus casos la animadversión del centralismo que les tocó enfrentar no era comparable a lo que vieron en los días que permanecieron en Caracas.
Pero hechos recientes muestran que en Venezuela el renacimiento de las ciudades tiene que enfrentar algo más que una autocracia militar cuyos referentes abrevan en el ruralismo del siglo XIX. Oír en estos días a un ministro, socialista de filiación gramsciana según su propia defini-ción y cuya carrera anterior transcurrió casi íntegramente en el claustro universitario, convertir en motivo de chirigota las calamidades que por culpa del mismo desgobierno que representa debe-mos soportar los ciudadanos comunes revela algo peor: desprecio por la ciudad y los ciudadanos.
No son estas las primeras expresiones de tal desprecio ni las únicas: ya se habían manifestado en las peroratas sobre el hoy silenciado proyecto Orinoco-Apure y en los descabellados ensayos de las “ciudades socialistas”, así como en las imprevisiones e improvisación que han conducido a la crisis energética que absurdamente, en un país caracterizado fundamentalmente como productor de energía, amenaza con paralizar las ciudades y el aparato productivo. Esa es la magnitud de los retos que debemos enfrentar los venezolanos si queremos emular a quienes en el continente lograron vencer la maldición de la “no-ciudad”.