Opinión Nacional

Cien años sin soledad

Muchos años después, frente a la Plaza Bolívar de Sabaneta, el comandante Hugo Aureliano Buendía, había de recordar aquel día en que perdió la primera revolución y dijo frente a las cámaras de televisión: “Por ahora”. Había armado treinta y dos revoluciones, y las había perdido todas por inútiles y exageradas, y en visita al Samán del Güere, años atrás, se había preguntado la razón por la cual se metió a la guerra, pregunta que lo hizo ensimismar y lo hizo perder en laberintos de nostalgias y recodos olvidados del tiempo.

Después de la derrota electoral, en la cual le llovió como un porrazo el pueblo soberano, se necesitaron diez hombres para ayudarlo a parar de la silla de Miraflores, quince para montarlo en el carro y treinta para convencerlo de que el pueblo de Bolívar se había olvidado de él para siempre. Lo que más nostalgiaría, serían los juegos de béisbol con el barbudo de Cuba y aquel día en que empuñó la espada del Libertador y soltó las proclamas en las que dividió al pueblo en realistas y patriotas.

No se necesitaron cien años como él creía, para que el pueblo de Venemacondo, se diera cuenta de que era inútil construir ciudades de hielo, seguir emocionándose con las esteras voladoras y presenciando hasta el infinito cómo el hombre víbora relataba sus infortunios. Bastó que un día se presentara Francisco el Hombre y comenzara a cantar cómo pueblos más olvidados estaban consiguiendo el despliegue hacia el futuro y vivían cómodamente, comían tres veces al día y tenían ciudades decentes y funcionarios públicos razonables y no tan estridentes. El comandante había dicho que Francisco el Hombre era un “puntofijista adeco”, pero ya todos los habitantes de Venemacondo se habían dado cuenta de que durante la era del puntofijismo se vivía mejor, a pesar de las extravagancias de José Arcadio, quien derrochó más de la mitad de la fortuna acumulada en los tiempos en que las vacas parían trillizos y las gallinas ponían tres veces al día.

Los habitantes de Venemacondo se darían cuenta de la trampa inconsciente que armó el comandante, en el año en que durante todos los días llovió por lo menos tres o cuatro horas diarias, pero la gente salía y en vez de ver mojada la tierra, lo que se encontraba eran palabras de toda índole, algunas gordas, otras delgadas, todas con cierto sabor agrio, a veces collares de palabras, cadenas de palabras, sopa de palabras, camiones de palabras, y Ursula se sorprendió el día en que se consiguió al frente de su casa con un discurso que había durado tres días enteros. Los padres de familia salían, recogían las palabras, se las llevaban para su casa y creyeron alimentarse con éstas durante un año entero. Pero después de ese año, llegó Melquíades y se sorprendió al ver a la gente muriéndose de inanición, entonces todos descubrieron que en realidad habían pasado un año de hambruna tenaz y que las palabras se las había llevado al viento, se habían remontado hasta la ciénaga y se extraviaron en el mar.

Después comenzaron las murmuraciones, que se convirtieron luego en críticas, estallaron en protesta, y, a pesar de la debilidad física producida por tantos caldos de verbos, ensopados de adjetivos descalificativos, carnes de proyectos irrealizables y pastas de batallas inútiles, el pueblo se reunió, se auxiliaron mutuamente, se recuperaron físicamente y lanzaron el sueño más tenaz de toda su historia: decidieron fortalecer las instituciones, destinar los sables y las charreteras a los cuarteles, y se aferraron a un sueño lúcido, colectivo, razonable, destinado a extirpar el “rancho” que tanto había proliferado al influjo de batallas y proyectos quiméricos. Desde entonces, Venemacondo se inauguraría como país, en una fiesta colectiva sin precedentes.

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