¡Chito bolivariano!
Regresa como penosa y repudiada sombra del pasado la tentación de callar a todo el mundo, de que no exista sino un solo credo y una sola voz que todo lo ordene, lo prescriba, lo decida.
Desde su remota ultratumba vuelve el espíritu del ¡chito!, ese inconfundible y detestado vocablo pronunciado, en el siglo pasado, con frecuencia y aterradores consecuencias, por un dictador primitivo y montaraz que busca regresar en pensamientos y conductas de quien aspira, al parecer, pasar también a la historia del Siglo XXI venezolano como el conculcador del verbo, el exterminador de la diferencia, el motor de políticas autocráticas y personalistas, según las cuales: los ciudadanos bolivarianos sólo estamos autorizados a pensar como piensa Él, a riesgo del empleo, de la seguridad, de la salud, de la paz de los hogares.
Insano se percibe el porvenir: un futuro de Savonarolas verde oliva, de Inquisidores con boina colorá, de fanáticos frenéticos persiguiendo a los herejes de la bolivariana patria para quemarlos – por pensar y querer ser distintos – en las hogueras de la sentencia sin juicio, en la Plaza del Pueblo, con el estruendoso aplauso de cofrades y mercenarios.
Grande es lo que está en juego, demasiado importante es lo que arriesgamos los venezolanos contemporáneos, los de este siglo propulsor de aperturas, hibridismos y libertades, los amantes del libre albedrío personal, los tolerantes del pensar ajeno. Razón tiene Borges cuando afirma que: “las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de líderes, mueras y vivas prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la nueva disciplina usurpando el lugar de la lucidez…Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor.”
Peligrosamente nos acercamos al monocorde país del ¡UH AH!
