Chile en la encrucijada: parte II
Una de las irreparables desgracias del Chile moderno es que ha contado con demasiados políticos y escasos estadistas. Atendiendo a la diferencia establecida por James Freeman Clarke (1810/1890), para quien el político sólo es capaz de pensar en las próximas elecciones, mientras el estadista actúa pensando en las próximas generaciones. El caso de Eduardo Frei Ruiz Tagle, un político que carga con el peso de haber llegado a su primera presidencia – si es que habrá una segunda – gracias a la progenitura de uno de esos estadistas y a quien le cabe aplicar a la perfección la implacable sentencia de otro famoso – Vittorio Gassman – quien al ver a su hijo se quejaba amargamente por la desgracia de que la genialidad no fuera hereditaria, resulta al respecto ejemplarizante.
De Piñera no se sabrá con certeza si es un político o un estadista hasta ver sus ejecutorias, que en él todas son esperanzas. Salvo su genialidad empresarial, indudable en quien a su edad ya superó la barrera del billón de dólares sin necesidad de servirse del insondable poder corruptor del Estado – como ha sucedido en la Venezuela del teniente coronel Hugo Chávez, en donde una docena de “pat’en el suelo” (Chávez dixit) literalmente muertos de hambre hace una década se han hecho de fortunas incalculables y muchísimo mayores que la de Piñera en dos o tres años sin mediar otro talento que el de asaltar impunemente las bóvedas del Banco Central en complicidad con militares y espalderos del Poder chavista – en el caso del triunfador de la primera vuelta electoral todas son incógnitas.
El recato con que ha reaccionado ante los auténticos desmanes del comando oficialista, anegado hasta la desesperación por la necesidad de recabar apoyos no importa de dónde vengan, lo muestra ya como un avisado político, si bien tampoco cabe colegir de esta hábil estratagema de evasión y avance si se trata del resultado de su personalidad o si es clave de asesores especializados en campañas electorales. Que según deja ver esta auténtica guerra de posiciones librada por la Alianza por el Cambio – al asalto de la conquista de la sociedad civil durante todo el glamoroso período de Michelle Bachelet para pretender coronar esta guerra por el Poder con el triunfo definitivo el 17 de enero – éstas han sido las elecciones presidenciales más teledirigidas por asesores especializados de la historia de Chile.
. Que la Concertación acepte votos de cualquier emisor, sumiéndose en las contradicciones de prometerles un Estado centralizado y fuerte a unos y un Estado débil y descentralizados a otros, un ejemplar y democrático comportamiento internacional a unos y la disposición a sumarse al furgón de cola del castro-chavismo a otros, sintomatiza que no sólo carece de estadistas, sino muy posiblemente de políticos. Al parecer, con el avinagrado Ricardo Lagos alcanzó la cima de la calidad política. Con Michelle Bachelet cosechó toda la popularidad imaginable, a costa del descrédito y la crisis de sus partidos. Nadie se protege de los temporales de la desafección que impone el tiempo, el implacable, con una máscara de simpatía, sin terminar por pagar tarde o temprano los platos rotos. Por lo visto, a la Concertación le está llegando la factura.
Pero tampoco en el prometedor joven diputado Marco Enríquez Gumucio se muestran signos de estadismo, visto que el cerebro político de su exitosa maniobra yace tras las espesas paredes del cráneo de su padrastro, Carlos Ominami. Un maniobrero de vieja escuela que incluso, más que pensar en las próximas elecciones, piensa en su próxima sobrevivencia, tercera categoría de hombres del Poder que omitiera Clarck en su genial ocurrencia. Pues Marquito, como le llaman los compañeros de su padre, el revolucionario castrista Miguel Enríquez, aplicándole la vieja sentencia venezolana, mató al tigre y le tuvo miedo al cuero. Si su proyecto pretendía en primera instancia desbancar a la Concertación del escenario histórico y aplicarle de una vez por todas una solvente acta de defunción, de modo a hacerse, en segundo lugar y con un solo gran movimiento – algo verdaderamente genial desde el punto de vista de la estrategia bélico política – con el liderazgo del progresismo chileno – poco importa si de derecha o de izquierda, que esos conceptos son trasnochados y pertenecen al siglo XX – en lugar de sentarse a esperar por el curso de los acontecimientos debió haber dado un osado golpe de timón y postular la Gran Coalición con la centro derecha representada a la ocasión por Sebastián Piñera para montar, por primera vez en la historia de Chile, un auténtico gobierno de Centro. Piñera cautelando el campo de sus fuerzas y él, llevándose tras suyo por lo menos un 30% del electorado ansioso de renovación y cambio. Ese sí hubiera sido un golpe mortal a la trasnochada Concertación, un aldabonazo hacia el futuro y un giro de 180º en la historia del país.
La política, cuando se hace en grande, no es la contabilidad de los armatostes que yacen en el desván de las herencias. Es el giro estratégico para enrumbar el futuro por donde se le atisba y presiente, para actuar sin retrovisores. Por ahora, y ante tanta mediocridad funcionaril – la Concertación no actúa en verdad por ningún otro objetivo que por preservar en cargos, prebendas y canonjías la torta del presupuesto fiscal monopolizada desde hace veinte años, pues ya cumplió y con creces su único cometido: garantizar el tránsito pacífico hacia la reconciliación y la democracia – no hay otra esperanza que un triunfo de Piñera. No habría que temerle: si lo hace bien, gana Chile en estatura, penetrando por la puerta principal al concierto de las grandes naciones, situándose de un solo golpe a años luz del indigenismo bolivariano del resto de la región, anclada en el siglo XIX. Si lo hace mal, le abre las puertas a algo nuevo, que aún no se vislumbra, pero que sin duda no será la Unidad Popular reciclada con el lastre de una moribunda DC, un circo del horror montado en estos últimos días a paso de una verdadera catalepsia.