Chávez y el fantasma del general Noriega
Asustado, muy asustado lució Chávez en un Consejo de Ministros trasmitido por Venezolana de Televisión, VTV, la noche del jueves cuando se refirió a una noticia llegada a Miraflores “sobre la detención en Miami de 14 venezolanos acusados de lavado de dólares provenientes del narcotráfico”.
Temblor de manos y de voz que fue presidido por un recuento de cómo el imperialismo norteamericano con conspiraciones que iban, desde atentados e invasiones, hasta la siembra de enfermedades y desastres naturales, destruyó a la Unión Soviética y al comunismo y concluyó con el típico: “Vienen por mi… pues, no se extrañen que sea con la excusa del narcolavado que busquen destruirme, a mí y a mi revolución, en un juicio donde me acusen y condenen por ser uno de los capos del narcotráfico aquí y en todo el continente”
“Les doy un dato importante” continuó Chávez dirigiéndose a sus ministros y a la teleaudiencia “ y es que la juez que lleva el caso es aquella, Joan Lenard, que no se si se acuerdan es la misma que condenó a los héroes cubanos y seguro puede haber recibido órdenes del imperio de que la próxima víctima sea yo, Hugo Chávez, y dicte una orden de captura en mi contra, así como contra ustedes, Elías, Jorge, Nicolás, que también pueden ser objeto de la persecución del imperio”.
No se refirió, Chávez, sin embargo, al caso y al nombre que le bullían en la mente y era la causa de que seguramente no habían dejado de temblarle la voz y las manos en las últimas horas, como es el expediente y la historia del general y expresidente panameño, Manuel Antonio Noriega, quien, luego de ascender militar y políticamente de la mano del general Omar Torrijos, lo heredó en la presidencia del Istmo (1983), pero en absoluto para normar la vida democrática del país y restablecer la constitución, sino para violarla aún más, hacerse presidente o dictador vitalicio, y si lo dejaban, fundar una dinastía: la de los Noriega.
Y fue en estos menesteres, -los de construir una dictadura y una dinastía-, que Noriega descubrió que era un furioso antiimperialista, antigringo desde que tuvo uso de razón, un nacionalista cuya misión era despertar al continente, un marxista y socialista que había leído “El Capital” en el vientre de su madre, un mestizo de indio y negro dispuesto a despertar el orgullo de las razas, y sobre todo, un militar y guerrero que con armas y equipos militares, ejércitos, milicias y reservas (“con el pueblo armado”) estaba dispuesto a desafiar y derrotar a los ejércitos imperialistas si “hollaban el sagrado suelo de la patria”, para recordar a otro general, pero venezolano: Cipriano Castro.
Pero también un fanático de Fidel Castro y la revolución cubana, de Ortega y el sandismo, del Farabundo Martí y sus guerrillas, de Marulanda y las FARC y de todo cuanto pudiera contribuir a encubrirle sus estentóreas, desmesuradas y locas ambiciones.
En otras palabras: que Noriega podía llegar al extremo de implantar una dictadura marxista y totalitaria, destruir la economía y la política panameñas, de arrasar con la sociedad civil y los principios ciudadanos, si era que no lo dejaban disfrutar del goce, jugar con el juguete de gobernar él y sus descendientes hasta que Dios decidiera otra cosa.
Pero no solo era cuestión de palabras y deseos, de discursear y declarar, sino que Noriega aparecía en cadenas incontables e infinitas de la radio y televisión, rodeado de ministros y generales, de revolucionarios de dentro y de afuera, en mítines, marchas y caravanas, donde arengaba a los suyos y a las multitudes a no cejar un segundo, ni un milímetro en la decisión de hacer morder el polvo derrota al archienemigo de Panamá, Latinoamérica y la humanidad: el imperialismo yanqui.
Me acuerdo que se hizo típico –y hasta popular- en aquellos días, prender la televisión y encontrarse con el general Noriega en zafarrancho de combate, en una marcha, un mitin, un desfile, una reunión social, y hasta en un consejo de ministros, blandiendo un machete, agitándolo en el aire y gritando: “Así como he militado en la causa de la revolución, de la nación y del pueblo desde mi más tierna infancia, no dudaré en entregar mi vida, en enfrentar la muerte, por Panamá, Latinoamérica y los que más sufren”
Lo que contaban los archivos de inteligencia de Estados Unidos, México, Cuba, Colombia, Israel y Francia, sin embargo, del general Noriega era otra cosa, pues, había sido un cumplido agente de la CIA casi “desde que tuvo uso de razón” y “desde su más tierna infancia”, colaborador conspicuo como oficial de la Guardia Nacional Panameña de la fatídica Escuela de Las América, y partícipe en represiones, persecuciones y violaciones de los derechos humanos de revolucionarios y nacionalistas, no solo en Panamá, sino en países de Centroamérica y el Caribe.
Y dispuesto a dar órdenes de disparar, torturar, encarcelar y exiliar a los panameños que se oponían a sus designios, a su empeño en ser el primer presidente vitalicio y dinástico de América latina…después de Fidel Castro.
Pero había más, mucho más: los datos de más reciente data de aquellos tiempos, los que se referían a los últimos años del general Torrijos y a los tiempos en que su sucesor había ascendido a la presidencia, hablaban de un general, Noriega, con relaciones intensas con el cártel de Medellín y el cártel de Cali, cuyos cabecillas, Pablo Escobar y Rodríguez Orejuela, se encontraban frecuentemente con el general, visitaban Panamá y usaban su territorio como aliviadero de las flotas que viajaban al norte transportando cocaína.
O sea, todo un personaje fundador y pionero de la narcopolítica, de aquella que no tiene empacho en aliarse con las fuerzas más negras y abominables de la corrupción y la disolvencia, con tal de que el caudillo, de que el redentor, de que el comandante en jefe brille en su gloria por los siglos de los siglos y de los siglos, amén.
De modo que otra razón para que Noriega arreciera en su predica revolucionaria y antiimperialista y amenazara y desafiara a los Estados Unidos y a su presidente, Ronald Reagan, a que viniera por él, a que invadieran Panamá, si querían precipitar al imperio por el abismo de la humillación y la ruina.
Y la invasión norteamericana llegó (creo que el 20 de diciembre de 1989), y en menos de lo que canta un gallo, Panamá conoció la presencia de los marines, y de los aviones Stealth 116 y de los helicópteros Apache; y el ejército de Noriega, y sus milicianos y reservistas no se vieron por ninguna parte, y del mismo no se supo sino cuando fue capturado, llevado a los Estados Unidos, juzgado y condenado a 29 años de cárcel por “narcotraficante y lavador de dinero proveniente del narcotráfico”.
El general, Noriega, ha conocido, por cierto, cierta prensa en las últimas semanas, o meses, y es que, cumplido el término de su condena en septiembre del 2007, tuvo que esperar 3 años por una solicitud de extradición “por narcotráfico” del gobierno de Francia, concedida en abril del 2010.
Y debe ser contemplando el retrato de un Noriega envejecido, vencido y destruido por los años, las rejas y la loca ambición -que ha circulado profusamente en estos días-, que Chávez debe haberse preguntado no una, sino mil veces: “¡Dios mío, ¿seré yo? En algunos años ¿seré yo?”
Pero aterrizando en el juicio de Miami, la detención de los 14 venezolanos, y los autos que hasta ahora ha llevado a cabo la jueza, Joan Lenard, me salta la pregunta: ¿Tiene Chávez razones por qué preocuparse, debe de verdad esperar que vengan por él, y que en cuestión de meses, una decisión de la justicia norteamericana lo requiera para llevarlo a una corte como a un Noriega cualquiera?
Creo que en base a lo que está autos no, y de las informaciones periodísticas tampoco, y que salvo que el juicio tome un giro inesperado y dramático -de acuerdo a una lógica muy usual en la justicia gringa-, el presidente revolucionario y socialista, puede dormir tranquilo.
Y ese giro “inesperado y dramático” puede venir por el lado de que, estando Estados Unidos en estos momentos full de refugiados venezolanos que hasta hace muy poco fueron sus socios y protegidos en el sistema financiero (banqueros, corredores de bolsa y aseguradores), y de repente fueron convertidos en sus enemigos, y se les ha expoliado bienes, fortuna, país y honra, ¿no se presentarán a testimoniar en el juicio que lleva la juez Lenard, no irán a contarle lo poco cuidadosa que es la revolución bolivariana y su jefe a la hora de toparse y relacionarse con bienes, andanzas, y correrías de gente mal viviente y mal habida?
Aun más -y esto sí es hilar fino- la feroz arremetida actual contra casas de bolsa y banqueros de la banca alternativa ¿no buscará querellarse contra un sector de venezolanos que tienen mucho que contar, y al cual debe calificarse de “bandidos, hampones y especuladores” antes de que empiecen a recordar historias de cómo sumas gigantescas de dólares negros entran al torrente circulatorio de la base monetaria venezolana y salen limpios de polvo y paja?
Pero, insistimos, no son certezas, sino teorías, presunciones, que en todo caso ayudan a explicar hasta dónde puede llegar la extrema ambición de poder, por cuantos laberintos y vericuetos puede perderse, con tal de hacerse con una presidencia vitalicia y de una dinastía con descendencia consanguínea y todo.