Chavecidio
El gobierno despide sistemáticamente a aquellos que se atrevieron a confiar en la Constitución de 1999, firmando a favor del revocatorio. Con una minuciosidad benedictina, el planillaje ha servido para iniciar una purga sin precedentes en la administración pública que ha alcanzado a la minoría ingenua que cifró sus mejores esperanzas en Chávez, por 1998.
En efecto, entre los firmantes se encuentran quienes, deseosos de acabar con el pesado ambiente de conflictividad, sin renegar de su “chavismo”, plantearon la necesidad de actualizarlo en las urnas. Comprendiendo su naturaleza, la solicitud ha de desembocar en una amplia consulta popular, sin que signifique la inmediata salida del vecino de Miraflores. Empero, aunque no se traduzca en un prontísimo desalojo, el plantel oficialista se ha resistido como si perdiera la vida misma y, en un gesto incomprensiblemente suicida, ha perseguido a los suyos, delatando su vocación totalitaria.
Ya no son las grandes cuentas de la economía, la dislocación de la institución armada o el simulacro de una política social, los que aprietan la soga cívica en el cuello de los testarudos gobernantes, sino el despido masivo de los que una vez lo sufragaron, desconocido el derecho mismo a disentir de las tácticas empleadas. UNETE, si mal no recuerdo el nombre del parapeto sindical del régimen, nutrido del bolsillo de sus forzados afiliados, atracados sin aviso y sin protesto desde las nóminas públicas, está llamado a un inevitable silencio de complicidad. Extraña revolución ésta, sin dudas.
MIL GOTAS
Un sector de la opinión pública estimó la conveniencia de un triunfo de Chávez, por 1998. El escenario brindaba tres opciones: resignado a gobernar, reorientaría sus líneas programáticas para atenerse a una realidad que el gobernante anterior hubo de aceptar a la mitad de su período; sería víctima de un golpe de Estado, en razón de su manifiesta incapacidad para mantener la nave a flote; o, desesperadamente, asestaría un auto-golpe según el molde. Empero, a cinco años de su inicial elección, sobrevive en medio del duro oleaje.
El proceso constituyente fue un magnífico recurso propagandístico que le ayudó, además, a posponer –hasta el día de hoy- las medidas que lo retaban por entonces, para solventar la crisis de fondo que padece el país. Tras la habilitación plena y reiterada, recordémoslo, cifró sus mejores esperanzas en una enfermiza conflictividad que ocultara, como oculta, la escandalosa improvisación en las faenas del gobierno. Los problemas más difíciles y complejos, permanecen y la gravedad superlativa que alcanzan ya no puede esquivarla con la simpleza de un asistencialismo de Estado que ha perdido todo su carácter estratégico.
No hubo el viraje ni el (auto) golpe de acuerdo al libreto tradicional, pues reflotó inesperadamente una cultura política democrática que el chavismo, en menor grado que el propio Chávez, creyó sepultada por siempre y una rectificación razonable devino peligro existencial para el régimen. La vocación autoritaria se ha mantenido y agudizado, ésta vez, por el goteo diario de la irritación oficial. Mil gotas que corroen la confianza que despertó el oficialismo, aún entre sus propios seguidores, volatizan toda noción de institucionalidad, condensan una amarga experiencia cotidiana. Y, ahora, como si fuese un juego, el superministro Cabello amenaza con el 350 constitucional para versionar la desesperación del gobierno.
El régimen militarista, prisionero de las contradicciones que ha generado, puede recalar en uno de los escenarios mencionados, frente a la vocación democrática de un pueblo que resiste cívica y pacíficamente. Nos coloca a todos al borde de un precipicio, ensayando el chantaje. El modelo cubano reaparece con fuerza en el horizonte, no por las íntimas convicciones de Chávez, hormado en las conocidas doctrinas de seguridad: la única salida para mantenerse en el poder es la de procurarse una suerte de tercera declaración de La Habana, proveído de una cierta legitimidad que diga ocultar su talante dictatorial.
MENDICIDAD GALOPANTE
Los cinco años de gobierno están registrados en las calles y avenidas de caseríos, pueblos y ciudades. El incremento pavoroso de la mendicidad ya no resiste cualesquiera de los eufemismos populistas del régimen. Hay hambre constante y sonante que apela a la caridad pública, cuando no forma parte del inescrupuloso circuito de las mafias que explotan la buena fe de las personas.
Un saqueo persistente de las metrópolis venezolanas, da cuenta también de esa mendicidad (in) formal. Todas las piezas de aluminio, losas de mármol o placas de bronce, desaparecen por la inducida ferocidad de un amplio contingente de desesperados que las toman para ganarse inmediatamente el trozo de pan que no les llegará a través de los guisos de Mercal: el tráfico personal de los objetos públicos, incluyendo faroles o cableajes, da ocasión a los carteles que gerencian los despojos públicos, gozando de la legitimidad que les brinda el gobierno que dice acabar –como acaba, humilla y liquida- con los pobres.
Ya no se trata de la anciana que solicita unas monedas o del ciego que acepta una propina adicional a las tarjetas telefónicas que oferta, sino del padre de familia que sale a pedir para una operación de su hijo, pues no encuentra hospital alguno que la haga en forma gratuita, permitiendo que otros lo emulen para comer y hasta vestirse. La mendicidad adquiere una “carta de ciudadanía” con el régimen que dirá –como dice- que otros, y no él, son los culpables de la situación, exprimiendo cuanto estereotipo tenga a la mano.