Cartolano, de lo recto hacedor
Como hago, señor, para que al andar recto, bien derecho, no me duelan hasta los tuétanos los huesos, y cómo, como al andar de su modo opuesto los ojos no me sigan y en silencio susurren. Los esfuerzos me pesan más que para andar como se debe recto, por el temor de que mi madre bella cargue con mis dolores a cuestas, como siempre hace, la carga de una brizna o el peso de un paquidermo se echa encima en su afán sin límites de evitarme tropiezos. Por eso callo a ella. Sabe, usted que ha andado dando vueltas, mi madre ha dispuesto para mí, según expertas prescripciones, ejercicios de aguas y llevar un corset para que al andar no se note que pueda cargar penas. Cada una de esas disposiciones me han parecido buenas, pero no faltó alguna que, a mi gusto, no quise andar con ella, sin nada decir, sin nada hacer, me quedé al margen de obedecer. De una y de muchas formas me valí para zafarme del rigor que andar recto demanda con atuendos, porque es, a veces, mas cómodo andar así, como escondido del murmullo del otro que, con exceso, detalla la deficiencia ajena, aun cuando luego a solas, uno consigo mismo sienta el dolor intenso y vuelva a interrogarse qué hacer para andar recto, cómo andar bien derecho con uno satisfecho. Cosas de verse bien, sentirse bien en el hacer y en el andar derecho, distante del comentario ajeno.
Así habló, me interrogó, tal vez quiso saber de mí, de blanca y honda manera, cual sería el más idóneo de los caminos para resolver su problema, porque, de eso se trataba. Un problema de sí y consigo mismo y uno más de los que se generan a quien por voluntad de Dios y de la vida, compete velar de uno. Respuestas, cuán difíciles son cuando las apariencias son sencillas. Qué decir a quien con tanta intensidad esperaba de mí la probabilidad de una respuesta, que cumpliera los requisitos de no ser injerencias en asuntos en donde todo, con las manos y el alma, bien se ha hecho, o fatalmente defraudar, si no podía hacerlo, a quien recurría porque o bien no se atrevía a asumir su propia decisión de romper el silencio, tanto por lo que queda dicho, bien por cuanto lo que siempre se calla, el miedo al riesgo. El riesgo es siempre una encrucijada que va mas allá de lo inmediato, en él la vida misma vive en juego. Nada dije en ese instante que cortesía no fuera, también miedo. Déjame meditar, acerté a decir, mañana conversamos y ese mañana me era tan delicado y tan complejo que tenía angustia ante la alternativa de asumirlo de una vez o diferirlo, como solemos hacer las cosas cuando nos da pánico la decisión difícil que tomar debemos.
Doce escalones más en la escalera arriba y él delante, sereno como para hacer crecer la duda en el silencio. Aguántate un instante, algo me impulsó, que aún no se, a exigir eso. Como ve mes, yo en esta larga vida he andado tantas veces muy torcido, tantas veces muy chueco, y he buscado sin que me fuese fácil andar recto. Nada es más difícil que andar recto. Hasta mis piernas anduvieron torcidas tanto tiempo y en la única humillación que, escondía una verdad, mi papá me dijo, patas tuertas. Francamente eran de antología, parecían fideítos, flacas, deformes eran, tan convexas o cóncavas según la posición de quienes se reían de mí, pues al descuidarme se arqueaban de tal modo que rebajaba más de quince centímetros de mi tamaño tan pequeño, como para acercarme más al suelo. Casi pegarme a él, como si en él escondiera mi vergüenza, la de ser tan marcadamente contrahecho. De mi reían, con esa maldad que la crueldad de los niños suele exhibir ante el defecto ajeno. Pero dejemos ese cuento, es otra historia, lo importante fue que, para que no se sonrieran pícaros al verme tan cerquita del suelo, me obligué a enderezarme y gasté mucho tiempo, tanto, tanto que ya no me queda y aún soy chueco. Ese detalle es insignificante, pero has de saber eso sí, que todos tenemos algunas fallas y tal es la verdad que hasta los dioses son imperfectos o, cuando menos, se equivocan. Hay defectos que se pueden curar con voluntad, otros que por falta de ella nos enferman por siempre. Para fortuna tuya, no es tu caso. No se como se cura lo que has dicho, solo sí que has de empezar por dialogar con tu madre y ella, ante tu voluntad de andar mas recto, abrirá su razón y aplaudirá tu decisión. Como sabes habrá instantes de miedo, quien no… son los propios del amor, digo mejor son los que hacen bella, a pesar de los miedos, la vida de quien ama. Asume tú, entonces, tu decisión y dialoga con ella, verás que cada vez que haya alguna duda, entre ambos resolverán las cuestiones que generan los temas y los temas de la duda muchos son. Ese es tu primer paso, déjame empezar a dar los míos, naturalmente con su asentimiento y ojalá con su consentimiento. Asentimos, será así y así fue.
Esta ciudad está lejos de aquella en donde para hallar a un ser probo a plena luz del día se debía salir lámpara en mano. Aquí es solo preguntar. Pero interrogar a quienes sabemos que llegaron antes y que por su sabiduría, su amor, su fe, su constancia, su ciencia, se manutienen en la cima, con las manos dispuestas para brindar su lección a quien sin indagar se acerque a ellas. Nos mostraron sin dudar quien era, tocaba, pues, buscarlo. Mas sin dudar de ellos, es bueno trece, catorce, quince, expertos consultados fueron. Cada uno, sin mezquindad, se detuvo a enseñarnos la ruta del ser a quien buscar debemos. No soy yo el indicado, sigan este camino, era sentencia de cada uno con la misma honradez que los maestros. Encostrarán a un ser, para tantos, severo, austero de palabras, ajeno a la vanagloria y quizás de difícil acceso. Nadie daba señales de su paradero, pero todos sabían que por allí pasó y en cada rincón donde sus pies pisaron se multiplicaron las flores y los bosques se llenaron de estrellas. Allí, si las ve bien, cualquiera de ellas lo guiará hasta él. Y hubo muchas estrellas y hablaban de lo mismo, brillo propio tiene, tantas veces dijeron. Luz clara como un poema de Omar el Khayyan y cauto como los sabios son, que por maestros exhiben su humildad. Cubiertas las estaciones, todos decían lo mismo. Él es, hay buenos magníficos, mejores, excelentes, pero él es el que es, es el Maestro. La lámpara la llevaba en la mano para buscar el sitio. Los sitios de donde desaparece la bondad se esconden y ya nadie puede dar con ellos. En el comienzo, donde toqué primero, su espacio estaba tétrico, más que triste, sombrío y al interrogar si lo podría encontrar, con acento extraño al habla maracucha, con displicente desdén me dijeron, ese ya no trabaja más aquí. Con cautela una dama que me vio buscar en las preguntas, trapeador en manos y una sonrisa buena, me dijo, tímida, casi callada, mucho mas que en silencio oculta en la prudencia, se a quien busca, hay una señora, arriba, que tiene su teléfono. Vaya y le dice que yo le señalé que ella podría ayudarlo a alumbrar el camino y usted encontrará cuanto hallar busca. Quise darle las gracias y despedirme. No la vi mas, la señora siguió oculta en el silencio, refugio de la virtud cuando el terror asecha.
Esperé que las voces extrañas se fueran del lugar y me acerqué a quien me sugirieron que buscara, hela ahí, sencillamente una señora que olía a bondad. Ya sabía, me lo dijeron sus ojos y sus señas. No se moleste, me habló en timbre bajo, ya se lo que busca, me lo dijo Minerva, la de limpieza pura a manos llena, que le diera el teléfono. Estiró su brazo y contemplando el techo abrió su mano con un papelito en amarillo y un número. Tanto cuesta creer en la verdad, todo aquello no podía ser cierto. Salí, aún nos se como si iba o si venia, pero era incapaz e inepto para explicarme cómo en ese lugar a quien buscaba no pudiera estar. Me contaron que se marchó que no lo echaron, si por esto entendemos encontrar tirada la maleta muy afuera del techo. Se fue, pues, no por ello. No, eso no, me dijeron. Razones mayores que las dispuestas por las reglas de higiene que impone mantener limpios los espacios donde la vida juega. La dignidad, su esencial compañera, va con él donde quiera, se toman de la mano y todo cuanto ajeno les sea se queda afuera. Así me dijeron y la dignidad es un hacer que se alimenta de la capacidad, la idoneidad, la entrega, el amor y la fe. Fe en Dios, me dijo tiempos muchos más tarde, para que mis manos puedan con mi amor servir para quien no mire erguido el horizonte pueda hacerlo y asuma sus sueños al transitar caminos bien derecho.
El número, el exacto. Una voz sin retórica de sentencias sencillas transparentes donde no hay espacio para la simulación o vana cortesía, dijo sin más, luego de oírme, siga los caminos normales y atenderemos su solicitud, será entonces cuando obtenga de mí la respuesta del qué hacer que yo pueda. Lo demás vino atendiendo sus reglas. Entregué mi papel a quien debía y a quien tenía el derecho, por derechos de amor y de sus sueños, y libre pudiera continuar lo que siempre muy bien ha sido hecho. A pesar de esas cosas que el amor pone en dudas, la dignidad de su reputación hizo crecer la convicción de que era buena la decisión de dejar en sus manos, en su sabiduría, en su conocimiento, en su prudencia, en su magisterio, la voluntad de Dios. Los umbrales de la academia abiertos permitieron saber de sus predilecciones por las cosas del alma y la belleza. Que el hombre se hizo hombre cuando pudo erguirse y echar a andar mirando el horizonte y alcanzar con sus ojos el cielo, reiteraba en sus textos y consejos, y ello pudo ser cierto que es verdad, cuando la columna se hizo el sostén esencial del cuerpo. De su beldad cuelga la beldad del resto, de su rectitud la amplitud del cerebro, más que estar sobre ella, ella lo lleva y con sus manos mágicas impulsa sus funciones, sus ficciones, sus creaciones y sus descubrimientos. Y mas, y mas, dicen que dice, que la alegría que da vida al cerebro posa y depende de ella. De su elegancia como un haz de luz depende la armonía del corazón y pueda libre dar lecciones al cerebro sobre las razones que la razón no entiende. Y Dios dispuso que por amor a él y amor al hombre esfuerzos haga por lograr que el ser ande recto, erguido, inhiesto y así, pueda mirar desde arriba los suelos sin sospecha y desde ese lugar contemplar el cielo en su grandeza sin soberbia.
| Fue así con los hechos, las historias, anécdotas y cuentos, ejemplos de alabanza y de suspenso, reflexiones sabias de tantos y tan buenos, y los rumores bellos, como conocí a Antonio Cartolano, el Maestro. No se de donde vino, pero como al Hombre se le conoce por los hechos, y están allí que bien dicen por él, que de tan bien que son, hacen de su mundo el mundo de la verdad y del poema, verdad y poema que son nuestros. Y Dios al verlo, reiteró contemplado el bien por él bien hecho, satisfecho, que era bueno. Al despedirme, alabar quise su trabajo, no hube palabras para haberlo hecho quizá porque la gratitud no tiene voces que expresarla pueda, solo los hechos pueden hablar por ella, o porque la bondad del Maestro no dio tiempo, con la humildad del sabio que al experto orienta, repitió, pida a Dios para que mis manos puedan con mi amor, mi fe, servir para quien no mire erguido el horizonte pueda hacerlo y asuma sus sueños, al transitar caminos, bien derecho.
Bellísimo artículo, Un homenaje a quien regala la bendición de andar erguido, con la humildad y la fé de reconocer que DIOS lo guía en tan noble tarea. Antonio Cartolano DIOS le pague. Mil gracias profesor Américo Gollo, usted me llevo a Cartolano y por lo tanto a la salud de mi hijo.