Carnestolendas
Maximina Salas se llamaba la madre de Carlos Contramaestre ( Tovar, 1933-Caracas, 1996), médico, pintor, poeta y cultor del Magma como fundamento corrosivo de la realidad. Recalábamos en su casa de Valera cada vez que emprendíamos los alocados viajes en automóvil para visitar los parajes que vieron nacer a Adriano González León, Marcos Miliani, David Alizo, Ramón Palomares, a Alfonso Montilla. Éramos jóvenes dispuestos a lanzarnos al torrente de las disipaciones en busca de las aventuras que nos abrían la poesía y nuestra propia exaltación. Doña Maximina nos recibía con la firme y dulce complicidad de las madres que acogen a los hijos lacerados por las debilidades humanas.
Eran viajes turbulentos por carreteras de tierra, tragos, canciones en la voz de Argimiro Briceño León y discusiones sobre arte y literatura.
Mencionábamos a Paul Klee y a Matisse; a Mahler, Rimbaud, Joyce; a Thomas Mann y al disolvente Conde de Lautréamont; conocíamos a Ramos Sucre, sabíamos de memoria trozos del Transiberiano, de Blaise Cendrars y yo recitaba en francés fragmentos de Saint John Perse y de Aimé Cesaire y era como otra forma de embriaguez en las que Adriano, Salvador Garmendia, Gonzalo Castellanos, el propio Contramaestre ofrecían un tesoro de refinamientos estéticos, pero sin rechazar el humor.
En la soledad de las sabanas de Monay, Félix Guzmán con la cara semioculta tras un pañuelo para defenderse del polvo del camino vio a un hombre junto a un auto detenido a la izquierda. Maniobró y frenó violentamente levantando una nube de polvo. Sin quitarse el pañuelo bajó el vidrio y le dijo al hombre aterrado ante aquella aparición: ¡Soy el Llanero Solitario! ¡No diga a nadie que me ha visto! Pisó el acelerador y al voltearme vi al hombre envuelto en aquel nubarrón de polvo; confuso y aturdido ante tan inesperada y apoteósica fulguración. ¡Vivíamos en la carretera! Aprovechábamos los feriados y las vacaciones para irnos a Valera.
Alguna vez llegamos a la Mesa de Esnujaque para investigar la existencia de dos Modiglianis que alguien aseguraba haber visto en uno de los hoteles alemanes que menciona David Alizo en su novela Nunca más Lili Marleen, y una vez ¡topamos con el Carnaval! Doña Maximina nos recibió con la enérgica dulzura de siempre, interesada en saber quién era este poeta llamado Alfredo Chacón a quien veía por primera vez. Nos acomodó en los cuartos que nos tenía reservados y comenzó su particular disfrute de mimarnos y preocuparse en particular por Alfredo, cuya esbelta figura y delgadez resultaban ser para ella indicio grave de desnutrición, a pesar de las reiteradas negativas del futuro autor de Materiabruta y Actos personales que insistía en sentirse bien consigo mismo y con los demás.
¡El Carnaval daba qué hacer! La parranda que llevábamos por dentro afloró y se manifestó en una desaforada alegría etílica. Doña Maximina sabía entendérselas con aquel grupo de poetas y escritores y estaba preparada para afrontar malestares de resaca, porque el hervido cruzado que ofreció aquel martes de Carnaval resultó pantagruélico y reparador: caldos, carnes humeantes, verduras que incluían mapuey morado, batatas, topochos verdes servidos en platos de peltre rebosantes y ajicero de leche. Vigilaba que comiéramos hasta el hartazgo; pero al ver la discreta ración que se había servido Alfredo Chacón movió la cabeza en gesto de total desaprobación y con la mano agarró de la fuente un trozo de carne, lo puso en el plato y ordenó: ¡Cómaselo todo, hijo! No acostumbrado a estos excesos gastronómicos, Alfredo se petrificó. Miró una y otra vez el enorme trozo de carne hervida; me vio, alzó los brazos y con mucho desaliento dijo: ¡Carnes…! ¡Carnestolendas!