Opinión Nacional

Carlos Andrés Pérez: Una misión y un ejemplo

Los hombres públicos son tan comprendidos como incomprendidos en su diario accionar, hasta el extremo de que muchos quienes les recriminaron en alguna oportunidad por una propuesta concreta, la cual sentían que les afectaba negativamente, poco tiempo después la recuerdan como una gran iniciativa, para la cual ya no hay respuesta. La dinámica de los acontecimientos sociales no les concede la ventaja de ser muy explícitos en su agenda y muchas de sus más brillantes ideas, fundamentadas en profundas reflexiones y mejores intenciones, son desechadas en el instante de su formulación y cuando al fin merecen la atención del colectivo, o el proponente ya no existe, o las condiciones del presente no permiten su consideración. Carlos Andrés Pérez, quien fue dos veces Presidente Constitucional de la República de Venezuela, electo, mayoritaria y transparentemente, por los venezolanos, vive hoy los días finales de su existencia, prácticamente ignorado, tanto por quienes le combatieron sin clemencia, como por quienes le acompañamos en sus gestiones, convencidos de la sinceridad y de la grandeza de sus propósitos.

            Carlos Andrés Pérez, quien acaba de cumplir 88 años –nació en Rubio, en el Táchira, el 27 de Octubre de 1922–  llegó a la política venezolana llevado de la mano de uno de sus más privilegiados mentores, Leonardo Ruiz Pineda, para insertarlo como Secretario Privado del Presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, Rómulo Betancourt, inmediatamente después de ocurridos los sucesos del 18 de Octubre de 1945, los cuales cambiaron para siempre nuestro destino histórico y nos transformaron en una de las naciones con mayor legado democrático para la humanidad. Entra, pues, por la puerta grande y sale de sus ámbitos, infortunada o curiosamente, para dejarnos un ejemplo que aún  no hemos podido comprender. Demócrata, a carta cabal, en su último ejercicio presidencial, pese a ser Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas Nacionales y venezolano como el que más, con todos los defectos que nos son atribuibles –por nuestra accidentada historia de arrebatos a la hora de discernir sobre el poder–  permite a un Fiscal General, a un Congreso Nacional y a una Corte Suprema de Justicia que le imputen, le juzguen y le condenen, separándolo, pacífica y ordenadamente, de la Presidencia de la República y, en consecuencia, que le priven de su libertad individual y le recluyan, como reo, en un lugar determinado de nuestro espacio territorial.

            ¿Entendemos, en su justa dimensión, esta lección de dignidad, de respeto a las instituciones, de honda convicción democrática? ¿Lo podemos entender, en esta hora aciaga de nuestra República, cuando los órganos del poder público están subordinados a la voluntad única de un Jefe de Estado, quien se jacta, públicamente, de deshonrar la propia Constitución que lo rige, en obediencia más bien a un proceso cuya legitimidad ha sido negada por la mayoría del pueblo venezolano? ¿Lo podemos entender, lo debemos ignorar, amigo lector? ¿O es preciso, por lo contrario,  que le demos la importancia que exige un ejemplo sin antecedentes en nuestra historia, cuando sabemos que en algún momento, en tiempos venideros, a corto, mediano o largo plazo, tendremos que recurrir a su referencia, para cobrar deudas que hoy agreden el decoro nacional?

            Carlos Andrés Pérez, en su ejercicio público, no fue un venezolano cualquiera. No sólo fue, simplemente, dos veces Presidente de la República. Como Ministro de Relaciones Interiores del primer gobierno democrático, surgido tras el derrocamiento de la dictadura perezjimenista, se le llamó “el ministro policía” por la manera como enfrentó la defensa del sistema, tanto de las amenazas de la llamada recurrencia golpista –militares adictos al déspota defenestrado— como de la agresiva y colérica insurrección, alentada por Fidel Castro y el comunismo internacional, coincidentes en su empeño de desestabilizar la recién estrenada democracia en 1960. Buen policía, por cierto y para admitir la justeza de quienes así lo llamaron,  porque logró desbaratar a los recurrentes y a los devotos del castrismo, dándole el oxígeno necesario a nuestro propio proceso democrático, sin incurrir, para nada, en violaciones a los derechos humanos de los insurgentes, a quienes procuró que se tratara, en sentido general, con estricto apego al ordenamiento vigente.

            Por eso hablamos de su ejemplo, a la hora de entregar el poder, pese a la inesperada interrupción de su ejercicio y sin entrar a calificar, como acertada o no, la aventura en la cual se embarcó la nacionalidad. Y no es porque desde entonces, luego de su condena, nuestra democracia haya ido en caída libre, hasta llegar a esta falacia, supuestamente constitucional, en la cual nos encontramos. Es que, culpable o no, un Jefe de Estado tiene que responder, en una Democracia,  a quienes, en nombre del soberano, el pueblo, le controlan y le limitan en el ejercicio de su poder, censurándole todo aquello que fuere repudiable, en función de los legítimos intereses del país.  Por eso es como tiene que haber independencia entre sí,  de las distinta ramas del poder público; y por ello, alternabilidad entre los ciudadanos que aspiran a cubrir su jefatura; y  pluralismo en el orden de la representación popular. Y no este “bagazo” infeliz, mediante el cual la República, cada vez, está más cerca de su desaparición, precisamente, como el sueño supremo, en su tiempo, de nuestros Precursores y Libertadores.

            Pero es como, además, Carlos Andrés Pérez, aquel Presidente preso, tomó oportunamente la decisión de nacionalizar el petróleo; la decisión de transformar las instituciones fiscales para su adecuación a los nuevos tiempos de la riqueza estatal; la decisión de modificar el status de la designación de las autoridades regionales, respondiendo al viejo anhelo de la Federación y procurar, con justicia,  la descentralización en la administración de los recursos nacionales. La decisión de democratizar el Estado, para que no continuara la práctica de gobernar a distancia, desde la Capital, con arrogancia y exclusión territorial, sin darle a cada rincón de la geografía nacional, la oportunidad de hacer valer sus auténticos sentimientos  y sus legítimas aspiraciones. Y, finalmente, la decisión de intervenir en países vecinos, como  Nicaragua, por ejemplo, para librarla de la última de las atroces dictaduras del siglo pasado, lo cual, contradictoriamente, dio los motivos para su juicio, su condena y su separación del poder.

            Somos muchos los que pensamos que hombres como éstos, como Carlos Andrés Pérez, a pesar de sus posibles errores, están haciéndonos mucha falta en esta hora trágica que vivimos. Hombres como Rómulo Betancourt, como Jóvito Villalba, como el propio Dr. Rafael Caldera, a quienes muchos, a su vez, culpan por haber indultado al golpista quien hoy nos preside, desnaturalizando por completo la esencia de nuestra sentida democracia. Por eso, insistimos, deberíamos valorizar mejor aquella  nobleza, aquella audacia, aquella ejemplar valentía con la cual Carlos Andrés Pérez asumió, por su diáfana formación democrática, su errónea destitución y permitió a las instituciones que se expresaran como lo hicieron, sacrificándole en el ejercicio de su mandato e imponiendo una interrogante que sólo le corresponderá a la historia responder. Felicidades, Carlos Andrés y que Dios te permita vivir los pocos años que nos faltan, para que, juntos, veamos el final de este fatídico episodio, el cual, los más insensatos e ignorantes de nuestros compatriotas, han llamado revolución.

 

      

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