Opinión Nacional

Capriles y el final de la historia

No tengo dudas acerca de la arrolladora victoria -en términos de deslave popular- que obtendrá el candidato presidencial de la oposición democrática, Henrique Capriles, el venidero 7 de octubre. Lo afirmo a pie juntillas. Lo señalo no a la luz de las encuestas de quienes son auditores de opinión, al servicio de quien se las contrata, sino con vistas al cambio de ciclo histórico y generacional que vive Venezuela.

En cuanto a las encuestas, me basta apreciar la de la calle. La euforia espontánea y desbordante de las masas, en especial las desposeídas, hasta ayer partidarias de nuestra «última revolución», y la adhesión emocional que éstas muestran ante el «trotador de caminos», Capriles Radonski, contrasta con la palidez de los eventos oficiales organizados para el otro candidato. Este luce, ahora sí, cansado y enfermo, lloroso, y sus funcionarios se irritan entre ellos mismos al advertir que el huracán de su popularidad queda atrás. Se trata de un fenómeno político inédito e inesperado para muchos, pues no se reduce a la pérdida común de popularidad que sufre un candidato en beneficio de otro y a propósito de una jornada electoral. Hay algo más de fondo.

Sobre el cruce de líneas entre las distintas encuestas, que supuestamente sitúan a Capriles unas veces por encima y otras por debajo del candidato a expresidente, Hugo Chávez, opino que es parte de una estrategia calculada. Los encuestadores buscan atenuar -imagino a pedido de quien- el efecto corrosivo que sufre la gobernabilidad del país por el derrumbe inevitable del gobierno. Y aquélla ha de mantenerse hasta tanto ocurra el cambio predecible en la conducción de Estado. No se olvide que pierde la elección un régimen personalista, huérfano de instituciones, donde el «caudillo» -cuyo único dedo sostiene y modifica el orden o procura el desorden social- decide hacerse dictador por la vía electoral, y ahora es presa de su heterodoxia.

Tengo presente, además, la experiencia del entonces candidato presidencial Luis Herrera, en 1978. Las encuestas lo sitúan dos puntos por debajo del otro Luis, Piñerúa, hasta del acto electoral, que vence aquél desbordando. Y no olvido las primarias argentinas entre el presidente Menem y el desconocido gobernador Kirchner, jefe de una provincia sureña muy distante. Las encuestas anuncian que el primero domina el panorama electoral, pero ocurre lo contrario. ¡Y es que en uno y otro caso, más que los votos a favor pesan sobre cada candidato los porcentajes de rechazo: el peso muerto que llevan sobre las espaldas los gobernantes conocidos y en lo particular los malos gobernantes!

Lo que sí considero inevitable e impostergable -he aquí lo esencial- es el final de la historia que nos acompaña y de la cual el candidato a expresidente es su último exponente. O, para decirlo en términos coloquiales, es el último barrial que a su paso dejan las aguas de nuestros siglos XIX y XX: tiempo preñado de traiciones políticas, violencia y desunión, y también de logros ingentes que nos permiten a la mayoría de los venezolanos -todos venidos desde abajo e hijos de la plebe de la Independencia- saborear la modernidad. Llegamos al siglo XXI con una década y algo más de retraso, tanto como alcanzamos el siglo XIX en 1830 y el XX en 1935, a la muerte del general J.V. Gómez.

Capriles, con entrega vital y mental ejemplares, es el líder de esa generación BlackBerry emergente, estudiantil, y de su sociedad de vértigo. Es una generación realizadora y de buenos «conserjes» en el mejor sentido de la palabra. No es una generación -como la heredera de nuestras revoluciones ilustradas o de a pie- añorante de «estadistas», cultores de la retórica, o de populistas carismáticos. Es más ciudadana, menos estatal. El materialismo, que tanto dolor de cabeza da a los añejos marxistas y capitalistas, liberales o cristianos, es una antigualla. La generación del verdadero siglo XXI -no impostora- es virtual y habla poco. Le bastan como a Capriles 140 caracteres para advertir una emergencia, convocar reuniones, situar ideas concretas, resolver necesidades, e incluso adoptar decisiones cruciales. Es dueña de nuestro futuro y distinta.

A los hacedores de la república civil de partidos les toma 30 años imaginarla, desde 1928, y les dura una generación, entre 1959 y 1989. Allí se inicia una «transición anti-partidaria» que casi frisa otra generación y la dominan Pérez II, Caldera II, Lepage, Velásquez y el mismo Chávez. 30 años se roba la república militar gomecista y hace 30 años, en 1982, juran los soldados, con las armas ideológicas del pasado, volver por sus fueros. Todos a uno son historia concluida y apenas les resta contarla, o sufrirla.

 

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