CAP y la mano del general Obregón
Los tejemanejes, en apariencia solamente legales, que han demorado la inhumación de los restos mortales de Carlos Andrés Pérez, han traído a mi mente la mano de Álvaro Obregón.
Diré, en obsequio, de los millares de ignorantes lectores venezolanos grueso contingente con el que siempre hay que contar y al que los escribidores de oficio debemos mostrar deferencia, de vez en cuando al menos, so pena de no hacernos entender, que el general Álvaro Obregón no es un militar retirado venezolano de esos que publican desabridos y lloricones artículos en La Razón o El Universal. Álvaro Obregón fue un militar mexicano que vivió una agitada vida entre 1880 y 1928, en el curso de la cual llegó a ser dos veces Presidente de México.
Borges ha hecho ver que a la Historia le gustan ciertas oscuras simetrías. Así, la muerte de Obregón guardaría algún parentesco narrativo con la de Julio César en el hecho de que su asesinato había sido cosa anunciada, pero que Obregón, igual que el emperador romano, desestimó por completo. En consecuencia, fue asesinado mientras almorzaba regocijadamente con un grupete de diputados, amigos suyos de su natal Guanajuato. Los hechos ocurrieron en un restorán del DF mexicano que llevaba nombre de barrio petareño: La Bombilla. Cuando murió, ya era Obregón un manco famoso, como lo fueron Cervantes y don Ramón del Valle-Inclán.
Álvaro Obregón perdió la mano derecha, de modo grotescamente memorable, en la llamaba Batalla de Celaya, donde venció a Pancho Villa. Los hechos, tal como lo han registrado diversos autores, evocan el tono paródico de una novela de Jorge Ibargüengotía, el gran satírico de la Revolución Mexicana.
Escuchemos al escritor mexicano Héctor de Mauleón al comentar para el diario azteca Milenio una biografía de su compatriota militar, firmada por el historiador Pedro Castro y publicada en 2009: «Obregón perdió el brazo derecho durante una carga de caballería, el 3 de junio de 1915.
La extremidad le quedó pendiendo como un hilacho. El mayor Cecilio López la cercenó. Personal de Sanidad Militar la colocó en un frasco de formol. Obregón bromearía después, diciendo que para encontrar el brazo entre la multitud de cuerpos caídos en batalla, uno de sus ayudantes se sacó del bolsillo un azteca de oro y lo lanzó al aire: `Inmediatamente, el brazo se alzó del suelo y lo atrapó’.
«En algún momento, el general Francisco R. Serrano exigió que le entregaran la extremidad para conservarla como recuerdo de `aquella acción guerrera inolvidable’. Serrano recibió el brazo, y decidió correrse una parranda. Esa misma noche, unas prostitutas se lo robaron.
«Tras la muerte de Obregón, el brazo reapareció en un burdel de la avenida Insurgentes. Su primer nicho, afirma Pedro Castro, fue la pieza principal de aquel negocio. Los parroquianos lo miraban con burla, con asco, con desprecio. Durante una francachela encabezada por el general Eugenio Martínez, `algún chistoso extrajo el brazo amputado de su depósito y, en juego macabro, lo hizo circular de mesa en mesa’.
«El médico de cabecera del caudillo, el doctor Enrique Osornio, lo rescató de aquel lugar y se lo entregó al antiguo obregonista Aarón Sáenz. El gobierno de Lázaro Cárdenas tomó la decisión de colocar el miembro en un monumento construido en el mismo sitio donde Obregón había muerto, y en donde hasta hacía poco tiempo había existido el restaurante La Bombilla«.
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El controvertido ex presidente mexicano Salinas de Gortari ordenó inhumar el brazo del prócer, pero ello no ha cancelado la extraña devoción del pueblo mexicano por las reliquias de sus figuras políticas, como la pierna de Santa Anna quien no era una religiosa letrada, como Sor Juana; hablo de otro prócer cuyo apellido se escribe, así, con dos «enes», o la lengua del senador Belisario Domínguez, extraordinario tribuno, martirizado por sus verdugos y mutilado bárbaramente para hacer el envío macabro del «trofeo» al general Victoriano Huerta, gran amigo del asesinado.
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Lo que nos lleva, acaso lateralmente, a uno de los rasgos más retrógrados de la cultura política latinoamericana considerada en conjunto, y no solamente la mexicana: me refiero al «tumbao» mágico-religioso que en el curso de doscientos años de «vida independiente y republicana» ha dado forma y contenido a toda clase de necrofilia conmemorativa: el cadáver embalsamado e insepulto de Evita Perón, que anduvo rodando por el mundo como la osamenta de Felipe «El Hermoso» que arrastró por toda España Juana la Loca. ¿Qué decir del zangoloteo a que fueron sometidas las manos del Che Guevara? Y ni hablemos de los sucesivos post mortem a que han sido sometidos los huesitos de Bolívar.
Sin ánimo de equiparar a CAP con un prócer ya se ha escrito demasiado, creo yo, sobre su ambigua catadura moral, todo indica que los restos del «Gocho del 88» serán objeto de un interminable contencioso entre dos familias que, para seguir con México y sus vívidas expresiones, constituyen «la casa grande» y la «casa chica» del fallecido.
Cualquier habría pensando que en diciembre pasado, el lenguaraz Henry Ramos Allup desconsideradamente llamado por sus detractores » Boca de Sopa», no habría desperdiciado la ocasión de «rehabilitar» al hombre que el avezado dirigente adeco, entre otros, expulsó de Acción Democrática.
Ello no habría sido ningún disparate: en la desaparecida URSS, especialmente en sus últimos días, cambiaban de opinión cada rato y rehabilitaban gente a cada rato. Con ello, Ramos Allup y los adecos le habrían puesto la mano a un evento potencialmente relevante en lo político: las multitudinarias exequias del gran enemigo de Hugo Chávez. Ello no fue posible oportunamente ya hoy no tendría sentido porque la casa chica y la casa grande de CAP se querellan mujerilmente por la posesión de las reliquias del dos veces Presidente de este, nuestro pequeño y oleaginoso principado de la pequeñez, de la mezquindad, la ceguera, el amancebamiento y el mal gusto.
Una modesta proposición se me ocurre, en aras de la concordia de ambas familias, extraída de la historia «republicana» venezolana del siglo XIX, y es hacer con los restos de CAP lo que en su momento se hizo con los de Tomás Lander, insoslayable figura política de la Venezuela preguzmancista.
Su cadáver, embalsamado, permaneció más de cuarenta años en la sala de su casa caraqueña, expuesto a los viandantes, vestido a la usanza de los prohombres de la época y con una pluma de ganso en la mano, en actitud de escribir uno de sus alegatos en pro del liberalismo.
Si las señoras se pusiesen de acuerdo Diego Arria podría muy bien ofrecer sus buenos oficios, tal vez podría exhibirse a CAP en un mausoleo construido para la posteridad en territorio neutral y equidistante para ambas familias Panamá, por ejemplo, donde estalló el caso «Sierra Nevada» de modo que los devotos de la Venezuela Saudita pudiesen peregrinar y verlo, inmortalizado en el gesto de firmar el decreto de nacionalización del petróleo en 1976… o los cheques que saldaban las cuentas de Cecilia Matos al paso que llegaban a Sutton Place.