Opinión Nacional

Caída y mesa limpia

Pocas cosas son más atractivas para buena parte de nuestro pugilato político, no de ahora sino de siempre, que la imperecedera consigna de «caída y mesa limpia». Pocas, también, son más dañinas tanto por falsas como por estériles.

A este «complejo de Adán» que gravita sobre nuestra manera de entender los procesos de cambio, Mario Briceño le dio sustancia a través de la venezolanísima teoría del «antes de mí era el caos». Criolla o vernácula no porque lo hayamos inventado, sino porque al parecer no nos cansamos de invocarla y, peor aún, de tratar de llevarla a la práctica.

En 173 años de historia independiente el síndrome de «tabla rasa» ha tenido innumerables ejemplos. Pero sin duda que al menos tres sobresalen hasta el paroxismo: la «revolución» liberal de Guzmán, la «segunda independiencia» post-octubrista, y la llamada «quinta-república».

Al conjunto de los venezolanos nos cautivan las promesas políticas de «arrancar de tajo», de «darle un palo a la lámpara», de «cura total y definitiva» o de «empezar desde cero». ¿Herencia de viejo nominalismo hispánico? ¿Secuelas mal dirigidas de la glorificación libertadora? ¿Tributo a cierto tipo de izquierdismo adolescente que casi todos llevamos dentro?
Sea lo que fuera, se trata de una mitomanía tan vital como absurda. De hecho, el examen riguroso de los aciertos de nuestra trayectoria nacional demuestra que, en gran medida, son la consecuencia de exactamente lo contrario: la evolución incremental, la reforma razonada, la discreta perseverancia, la continuidad en lo afirmativo.

Ni la ya casi centenaria convivencia pacífica, ni la formación de una cultura democrática, ni la masificación educativa, ni el desarrollo de una estimable infraestructura material (la industria petrolera, por ejemplo), ni la multiplicación de las redes y cadenas sociales, económicas y culturales, han sido el producto de un «big-bang» omnipotente que de forma instantánea nos transportó de una realidad a otra.

De igual modo, y con base al mismo argumento, ni los males que hoy padecemos, ni la larga crisis socio-económica incubada desde mediados de los setenta, ni la fractura de la gobernabilidad democrática, y ni siquiera las amenazas de guerra incivil que surgen del régimen de Chávez, podrán ser conjuradas mediante un salto cuántico y repentino que nos colocará en un universo paralelo de bienestar y concordia.

Si cierto es que Venezuela está siendo crucificada por una megacrisis sin precedentes desde la Guerra Federal de hace siglo y medio, no lo es menos que de ella no vamos a salir por obra de un ramalazo milagroso, o de otro prodigio Constituyente, o de una oferta de ruptura tectónica con todo lo que huela a pasado, comenzando por Chávez y terminando en Colón o Guaicaipuro, como cada quien prefiera.

Quienes de nuevo proclaman fórmulas sumarias y «totalíticas» para levitarnos, una vez más, hacia la ansiada «tierra prometida», o son charlatanes profesionales o son prisioneros más o menos inocentes de ese atavismo republicano del «borrón y cuenta nueva».

Para que el país pueda ser lo que sus muchas potencialidades le permiten, es necesario poner los pies sobre la tierra y reconocer en perspectiva histórica sus logros y fracasos. No es a partir de un discernimiento fotográfico como vamos a encontrar salida duraderas.

La cacareada «caída y mesa limpia» es la doctrina de los que no tienen doctrina. La ruta de los que no tienen ruta. La visión de los que no tienen visión. De volver a imponerse, tal y como ocurrió en la «refundación republicana» de 1999, Venezuela seguirá encandilada por el espejismo. No es repitiendo su guión como vamos a superar al régimen de Chávez y abrirle espacio a la reconstrucción.

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