Breve problemario de los partidos políticos
Detestados por siempre, incluyendo a quienes los fundan para combatirlos en esa inmensa paradoja que somos, los partidos sintetizan la gran maldición nacional. Desatendidos por la opinión pública, criminalmente indiferente la sociedad que no encuentra modalidades apropiadas para sus manifestaciones políticas, la propia institucionalidad partidista registra una serie de problemas que únicamente los historiadores dicen examinar, acaso para denigrar del consabido bipartidismo, según el canon, mientras los politólogos lucen incapaces de aportar sus consideraciones más actualizadas.
Ciertamente, uno de ellos, sufrimos la experiencia de la Coordinadora Democrática que multiplicó artificialmente las siglas, añadido el problema de una dirigencia de celular y maletín que intentó forzar una candidatura frente a cualesquiera de los comicios que se ofrecían, abultado el problema por el bullicioso reclamo que hacían a otros de mayor solvencia en términos de estructuración y organización de sus aspiraciones. Obviamente, la efímera celebridad mediática dijo autorizarlos, como si los procesos políticos resultaren de la mera exposición radiotelevisiva.
Exposición, por cierto, orientada a la búsqueda del individualismo heroico, reminiscencia del sentido y sentimiento de marcialidad que preservamos sobre los asuntos públicos, adulterándolos. Se dirá de la llamada antipolítica, cultivada aún en los mismos partidos que la denuncian, pero cobran vigencia los arcaísmos que un día dijo borrar la dirigencia de la república civil que – mal que bien – fuimos hace diez años, sumado al otro problema: la huída de los líderes que no están dispuestos a pagar las consecuencias de sus actos, por mucho que consensuaran a toda la oposición, en un momento determinado, creyendo que lo de Nelson Mandela todavía es un episodio distante en el tiempo y en el espacio.
La legitimidad del discurso, la existencia de un efectivo Estado de derecho al interior de los partidos o la de una convincente división de los órganos del poder público interno, resultan cuestiones ociosas para una militancia cautiva, sobreviviente, ya exhausta. No hay cabida para debatir sobre la institucionalidad partidista en Venezuela, quizá porque aceptamos plenamente la idea de arrinconarnos en la resistencia frente al gobierno nacional, en lugar de convertirnos en alternativa, con todo el esfuerzo que sugiere.
Víctimas fundamentales del régimen, los partidos ya despolitizados, no cuenta con la oportunidad de reoxigenarse, de reinvindicarse, de relanzarse, porque no tienen ocasión para sus elecciones domésticas de inequívoca transparencia democrática, constantemente presionados por el régimen que maneja la agenda constitucional a su antojo, pero – también – por el resto de la sociedad que no les concede la más mínima legitimación, porque otros pueden distraer su atención frente a la lucha antigubernamental, añadiendo a los que cuidan de sus negocios y velan por su recreación, y los partidos traicionan la causa cuando intentan la más modesta auto-revisión. De modo que dejamos atrás la urgencia de elevar el nivel de conducción de los partidos, profundizar el compromiso ideológico e idear una estrategia responsable al pie del chavezato, convencidos en que no hacen falta.