Boyacá y Castro
Hace algunos años cuando vivíamos en Bogotá, cada vez que venía algun pariente a visitarnos o cuando teníamos unos días más o menos libres, el paseo preferido siempre fue un viaje hasta Boyacá.
El circuito que nos inventamos incluía parada en la carretera para comer cordero asado, parada y foto en el monumento de la batalla, entrada a Tunja (visita artística), llegar a Duitama y prepararse para el siguiente día. Visita a museos, navegación en la Laguna de Tota con plato de trucha rosada al final del paseo. Visita a Nobsa, compra de tejidos. Fotos en Pantano de Vargas. Noche de cansancio absoluto dentro de la piscina con agua temperada y toma de uno que otro aguardiente. Viaje de regreso con desvio en Tunja hacia Tinjacá (visita al taller de taguas) y Ráquira (compra obligada de cerámica), parada en Chiquinquirá, y muchas, muchas ganas de llegar a Bogotá sin que nos agarre una cola en la autopista del norte. Con algún esfuerzo adicional incluíamos a Villa de Leiva o a Paipa en el recorrido.
Viaje disfrutado en cada momento, salvo en la tenebrosa carretera a la altura del monumento a la Batalla de Boyacá. Porque usted va en su carrito coreano, con uno punto seis de motor y sudando entre primera y segunda para compensar el poco oxígeno y la pendiente de la pista. De pronto se encuentra una gandola adelante suyo, una tractomula como las llaman en aquel lado del Arauca. Y en esas curvas usted no puede traspasarla, mete la primera para no perder impulso, y de pronto otra tractomula se le pega en la cola. En tramos rectos de cien o ciento veinte metros, no es mucha su capacidad de maniobra, porque pronto viene una curva y muy probablemente vendrá en sentido contrario, otra tractomula. De pronto, como de la nada usted siente a su lado un autobús, grande, muy grande, alto, muy alto, plagado de pasajeros. El autobús va en su misma dirección, subiendo, a pocos metros antes de llegar a la curva, traspasando a la gandola de atrás, traspasándolo a usted y a su carrito coreano con familia dentro y todo, procurando traspasar a la gandola de adelante, y jugándose la vida de todos los que por una u otra razón decidimos estar a esa hora, en ese justo sitio de la empinada carretera donde al conductor del autobús se le ocurrió traspasarnos.
Eso no ocurrió una vez. En cada viaje, con obvias diferencias en el número y la combinación de gandolas y autobuses, tarde o temprano el carrito coreano terminaba sumergido entre las altas paredes de aquellos vehículos en su loca carrera hacia una curva de la cual podría emerger otra combinación numérica de autobuses, gandolas y algún carrito de turista desprevenido.
El cuento lo traigo a colación, estimado lector, por la portada de una revista turística que buscaba promocionar a Boyacá. La revista estaba en la recepción del hotel. Buen trabajo editorial y una portada que daban cuenta del hermoso paisaje boyaco, para lo cual apelaba a una fotografía: montaña andina, verde andino, una carretera andina y un autobús justamente en el momento en que pasaban a un carrito, seguramente coreano con motor uno punto seis. Aquella foto fue toda una revelación. De ella aprendí que para un publicista boyacense, una foto de un autobús pasando obviamente a exceso de velocidad a un vehículo, forma parte del paisaje de la manera más natural. Es decir, es natural, tan natural que hasta es turístico. Probablemente, en la mente del publicista pasó alguna idea genial, como suponer que aquel raudo autobús era el mejor sinónimo de la comunión entre paisaje y velocidad, paisaje y futuro, como dirían algunos. Los autobuses abusadores se terminan convirtiendo en parte del paisaje, y hasta a aquellos cuyo trabajo es endulzarnos el producto, terminan obviándolos. Es otra forma de decir que uno se termina acostumbrando a todo, sólo basta tiempo.
Fíjense en Fidel Castro. Después de haber financiado la fratricida aventura guerrillera de los sesenta, se apareció querencioso por estos lados de la mano de Carlos Andrés Pérez. Cuentan los que saben de esas cosas, que Castro no venía a predicar revoluciones, sino a pedir que le vendieran fiados unos dos o tres cargamentos de pollos. Con el llegar de Hugo I al gobierno, Castro comenzó a entrar a los cuarteles. El día de la ascensión de Hugo I, se fue al acto en el mismísimo patio de la Escuela Militar. El Ché en cartón y Fidel en traje entraron esa noche al alma máter militar venezolana. Después ha sido el encargado de dar ruedas de prensa en Cuba para periodistas venezolanos y de suministros médicos. Dicen por ahí que incluso el embajador cubano en Caracas, (el mismo que gusta decir que los venezolanos «ladran») carga una grabadora miniatura para grabar las conversas de chavecos sospechosos de dudosa fidelidad a Hugo I. Fidel también es ahora figura principalísima en la programación deportiva nacional y como si fuera poco, será el nuevo socio de Pdvsa con el “negoción” de una refinería vieja que Hugo I mandó a que se la compraran.
Ayer el Canciller venezolano asistió a actos en homenaje al Ché en Santa Clara, Cuba. Y confirmó que Fidel vendrá a Venezuela. Ya está preparado un juego de béisbol, un programa de radio y la firma de un acuerdo pare venderle petróleo fiado a dos por ciento de intereses anuales. La historia cuenta que por allá en 1971, Fidel fue a visitar por cuatro días a su carnal Salvador Allende, y terminó quedándose 25 días recorriendo el país y opinando sobre el proceso revolucionario chileno.
Ojalá que con el dictador Fidel Castro no nos pase como con el autobús de Boyacá. Que a fuerza de verlo se convierta en cosa diaria y parte natural del paisaje. Ya con la dictadura constitucional chaveca tenemos más que suficiente.
Saludos para todos. Nos seguimos hablando… y hasta la próxima vez.