Bom bahía herida
No quito el dedo del renglón. Cada vez que se repiten hechos abominables de violencia que cuestan vidas humanas, entre ellas ahora también la de una compatriota nuestra, a quien dedicó estas líneas, saco a colación el poema de Torres Bodet, llamado paradójicamente «Civilización». Pone el dedo en la llaga del dolor que deberíamos sentir por las víctimas de la barbarie, sin importar el signo o su origen. Leamos dos fragmentos de ese texto, más oración que poema:
«Un hombre muere en mí siempre que un hombre/ muere en cualquier lugar, asesinado
por el miedo y la prisa de otros hombres…/Un hombre muere en mí siempre que en Asia,
o en la margen de un río/ de África o de América, / o en el jardín de una ciudad de Europa,/ Una bala de hombre mata a un hombre…»
Como a millones de personas en el mundo, me paralizaron (Y horrorizaron) durante días, los atentados terroristas en la India, concretamente en Mumbai. Siento, o debería decir, tengo, una debilidad por esa maravillosa ciudad, cuyo nombre tan redondo me despertó siempre una fascinación muy especial. Un adivino catalán, vecino de la casa de doña Carmen Balcells, quien me hospedó muchas veces en Cadaqués, me dijo que mi destino pasaría un día por esa ciudad, a la que atribuyó una inmanencia relativa a mis pasos por Asia. No se equivocó. Años después de ese feliz vaticinio desembarqué en la majestuosa «Gateway of India», por donde abandonaron los ingleses su rancio colonialismo, la misma puerta que ha visto atravesar por su dintel a celebridades del mundo entero, de todas las esferas. Me interesan de manera particular las literarias, así que vale la pena recordar las hermosas páginas que dedicó a esa imponentes arquitecturas nuestro Nóbel, Octavio Paz, quien llegó por primera vez y salió definitivamente de la India dejando atrás su nostálgico paisaje: la histórica puerta bañada por el mar arábigo y la silueta del hotel «Taj Mahal», una especie de palacio intemporal, de elegante presencia y definitivo encanto. Estas líneas de «Vislumbres de la India» hablan de ello:
«Llegamos a Bombay una madrugada de noviembre de 1951. Recuerdo la intensidad de la luz, a pesar de lo temprano de la hora; recuerdo también mi impaciencia ante la lentitud con que el barco atravesaba la quieta bahía. Una inmensa masa de mercurio líquido apenas ondulante; vagas colinas a lo lejos; bandadas de pájaros; un cielo pálido y jirones de nubes rosadas. A medida que avanzaba nuestro barco, crecía la excitación de los pasajeros. Poco a poco brotaban las arquitecturas blancas y azules de la ciudad, el chorro de humo de una chimenea, las manchas ocres y verdes de un jardín lejano. Apareció un arco de piedra, plantado en un muelle y rematado por cuatro torrecillas en forma de piña. Alguien cerca de mí y como yo acodado a la borda, exclamó con júbilo: The Gateway of India! Era un inglés, un geólogo que iba a Calcuta. Lo había conocido dos días antes y me enteré de que era hermano del poeta W. H. Auden. Me explicó que el monumento era un arco, levantado en 1911 para recibir al rey Jorge II y a su esposa (Queen Mary). Me pareció una versión fantasiosa de los arcos romanos. Más tarde me enteré de que el estilo del arco se inspiraba en el que, en el siglo XVI, prevalecía en Gujarat, una provincia india. Atrás del monumento, flotando en el aire cálido, se veía la silueta del hotel Taj Mahal, enorme pastel, delirio de un Oriente finisecular, caído como una gigantesca pompa no de jabón sino de piedra en el regazo de Bombay. Me restregué los ojos: ¿el hotel se acercaba o se alejaba? Al advertir mi sorpresa, el ingeniero Auden me contó que el aspecto del hotel se debía a un error: los constructores no habían sabido interpretar los planos que el arquitecto había enviado desde París y levantaron el edificio al revés, es decir, la fachada hacia la ciudad, dando la espalda al mar. El error me pareció un «acto fallido» que delataba una negación inconsciente de Europa y la voluntad de internarse para siempre en la India. Un gesto simbólico, algo así como la quema de las naves de Cortés. ¿Cuántos habríamos experimentado esta tentación?…Octavio Paz».
Por mi parte y con algún esfuerzo de memoria, podría señalar con exactitud algunas de las ventanas de los cuartos que me albergaron durante las numerosas ocasiones que pernocté en la «buena bahía» de los colonizadores portugueses, la bom-bahía derivada en Bombay y hoy en día denominada Mumbai, gracias a la buena fortuna y coincidencia de los afanes ultranacionalistas hindús, que relacionan a la capital de Maharastra con el apelativo de la diosa local Mumba Devi.
No hay hotel más emblemático en todo el subcontinente asiático que el «Taj Mahal». Lo sabían perfectamente los carniceros que en nombre de un dios misericordioso usurpan su benevolencia entre rifles y granadas, y que desplegaron terror indiscriminado, matando e hiriendo a cientos de inocentes, no solo en ese establecimiento hotelero, sino también en otro albergue de cinco estrellas, el Oberoi (donde también dormí varias noches) y en otros nueve lugares clave de la capital financiera de la India. Entre otros muchos eventos a los que asistí en sus restaurantes y salones, en el «Taj Mahal» recibí, a la hora del té, a uno de los más grandes pintores indios, Maqbool Frida Husain, amigo e ilustrador del propio Paz, y autor de una obra no solo relevante en el ámbito plástico de su país, sino revolucionaria y valiente. A Husain, de 92 años y quien vive autoexiliado en Dubai, lo han censurado también los políticos extremistas y ha sufrido amenazas de muerte y persecución, paradójicamente en este caso por haber tratado de manera liberal a los dioses del panteón Hindú o por condenas mojigatas de pintar desnudos que le han valido serias acusaciones de obscenidad. No se ha confirmado todavía, pero es casi seguro que hayan sufrido también algunas obras suyas colgadas de los muros del propio Taj.
Conocer, haber estado en los escenarios donde han ocurrido hechos decisivos de índole trágica en la historia contemporánea, provoca extrañas sensaciones y desazón. Es como si se hubieran vivido de primera mano algunos de los acontecimientos que han impreso huellas indelebles. Me ha ocurrido con hechos notorios en Egipto, Centroamérica, Colombia, Nepal, entre otros lugares más. En El Cairo me resultaba familiar la plataforma oficial donde acribillaron a Anwar El Sadat, un seis de octubre de 1981. Un año antes vi llegar y salir con vida al caudillo egipcio, con el bastón de mando que recordaba el que portaban los faraones, en el estrado desde donde cada año presidía los desfiles militares conmemorativos del día nacional. Digo que vi llegar y salir al «Rais» por última ocasión, porque al año siguiente saldría sin vida del templete. Sadat llegó hasta allí para ser asesinado por sus propios soldados, miembros de la hermandad musulmana, un embrión ideológico de los grupos fundamentalistas islámicos más extremos de hoy en día. Así que cuando asistí por televisión a las escenas del cinematográfico asalto criminal, reconocí el espacio en el que me había movido, sin haber sospechado nunca que esas graderías quedarían malditas por el furor asesino. Entrañables amigos míos fueron heridos gravemente durante ese atentado; con ellos había compartido un año antes los lugares destinados a los invitados especiales y al cuerpo diplomático. Me refiero a los embajadores Domingo García, de Cuba, al que casi le vuelan un hombro y a Julio Mérida, de Guatemala, herido en la espalda cuando se abalanzó sobre su hijo pequeño, a quien había llevado al desfile militar, para proteger su vida. (Continuará).