Bancos en homenaje a Kafka
Fernando Ferreira de Loanda, el desaparecido poeta brasileño que poseía la más completa biblioteca hispanoamericana de poesía con libros dedicados por sus autores, y a quien conocí y traté muy de cerca durante seis años en Río de Janeiro (Merece una crónica para él solito) no tenía talón de cheques, ni tarjetas de crédito. Deambulaba por la capital carioca, ya tan peligrosa desde entonces como el D.F. hoy en día, con un fajo de billetes y pagaba todo en contante y sonante. Una noche de 1985 nos invitó a cenar a unos exultantes Marie Jo y Octavio Paz en su primera visita a Sudamérica y a mí, a un restaurante célebre entre muchas otras cosas por dos: allí se compuso “Aguas de marzo” la obra maestra de Antonio Carlos Jobim y porque era el sitio preferido de Pablo Neruda cuando visitaba los confines de Ipanema. Recuerdo que a Paz le impresionó que Fernando al final de la cena sacara un voluminoso bulto de billetes con desparpajo de pagador de cosechas de café en pleno campo. Ese acto intrascendente en apariencia movía a reflexión. Venía de un hombre de letras y ello podría volverlo comprensible, pero Ferreira de Loanda se ganaba la vida no como escritor sino como industrial, produciendo jabones elaborados todavía con cebo animal. En su rechazo a las herramientas financieras elementales subsistía una desconfianza hacia un sistema que dista mucho de tener las ventajas que publicitan campañas engañosas. Ha sido así entonces, hablo de finales de los ochenta y sigue siéndolo ahora: en muchas cosas hemos empeorado, como se verá en este tipo de desahogo que comparto con ustedes, plenamente conciente de que habrán pasado por situaciones anómalas y absurdas como las que reseño:
-Lo siento, señor, pero su fecha de nacimiento es incorrecta- me dijo una voz perentoria después de someterme, por motivos de seguridad que se entienden, a un interrogatorio minucioso. Señorita, disculpe, (Respondí armado de paciencia pero irritado porque no era la primera vez que surgía una dificultad semejante), pero es absurdo que tengan datos erróneos. La cuenta que tengo con ustedes requirió entregarles fotocopias de credenciales que cotejaron debidamente. –Pues si señor pero no coincide lo que usted me dice con el “sistema” y no puedo activar su tarjeta de crédito. –Señorita, viajo mañana fuera del país y es el único medio de pago con que cuento. –Lo único que puede hacer es acudir a una sucursal del banco y pedir a un ejecutivo de cuentas que tome de nuevo sus datos y esperar un período prudencial para que estos se aprueben.
Para quien tiene los tiempos siempre medidos esta situación es inadmisible; corrijo, es inaceptable también para cualquier persona que haya cumplido con todos requisitos que obliga la apertura de una cuenta y se vea obligado a repetirlos por un error del propio banco. Éste debería simplificar los procedimientos para corregir el problema; aceptar el envío de información complementaria vía fax o Internet, conductos plenamente verificables y no obligar a un traslado que implica distracciones y pérdida de tiempo considerable. En mi caso se agravaba la situación por lo perentorio de los viajes. Eso no es todo. Además de encontrarse con un muro de incomprensión, los funcionarios no están habilitados para explicar sus limitaciones con la amabilidad debida. Antes al contrario. Suelen ser terminantes, groseros, solo les falta decir la acostumbrada frase: y hágale como quiera. Adicionalmente hay que subrayar que es tiempo perdido pedir la asistencia de un superior. Los “supervisores” siempre están ocupados y en las sucursales bancarias se rehuye cualquier interlocución conflictiva, aduciendo que en la central radican las responsabilidades. Un círculo vicioso diseñado para no dar la cara. Hay que reconocer que hay excepciones. Concretamente reconozco a dos funcionarios locales con los que trato a menudo que moralmente asumen las responsabilidades del “sistema” y muestran empatía por la desesperación ajena. Si ustedes observan bien, ya casi no existe la figura de “gerente bancario” es decir, ya no hay “cabeza”. Ahora todos los empleados llamados ejecutivos parecen tener las mismas competencias y atribuciones que descartan la capacidad de la aplicación de criterios que solucionen los problemas en el terreno.
En diciembre del año pasado compré, en una enorme cadena de almacenes mundial, un mueble de baño; éste no salió de la tienda porque no lo tenían en existencia. A los cuatro días decidí “devolverlo”, regresarlo es un decir, porque nunca me fue entregada la mercancía, pero cancelé la adquisición virtual y se me entregó un recibo electrónico del reembolso que amparaba la devolución a mi tarjeta de crédito. Resumo: han pasado dos meses, no hay tal reembolso. He tenido que cubrir el costo de una compra no realizada. Al llamar al número de asistencia se me indicó que debía acudir a una sucursal bancaria para solicitar una hoja de reclamación. Otra vez el peregrinaje y la pérdida de tiempo para realizar un trámite de estricta responsabilidad de la institución crediticia. Una vez llenado el formulario se malgastó media mañana, y no es retórica barata, para tratar de transmitir vía fax un documento que nunca “pasó”. Hay que sumar costos de teléfono para consultas, faxes enviados infructuosamente, papel y pérdida de tiempo que también tiene sus costos elevados. Finalmente, se recomendó el envío de un correo electrónico, previa “consulta” telefónica de un número de ocurrencia. Imagínense la respuesta de esta burocracia privada y lamentable: hay que esperar tres meses para que se dictamine si se acredita una cantidad que nunca fue gastada. ¿Es de locos? No. Es del sistema. Así funcionan las cosas y no media ni siquiera una disculpa. La culpa no la tiene el banco. La culpa es de uno mismo por contratar y todavía pagar anualmente servicios de esta naturaleza. El perjuicio no es solo monetario, pero la perturbación de la tranquilidad no es mensurable.
Una más y la última en este espacio de inspiración Kafkiana: giro un cheque con suficiente respaldo. La cantidad es significativa y se agradece que medie una consulta. Recibo ésta a punto de salir de viaje de fin de semana, en la casa, en horas de oficina, cuando pasé excepcionalmente a recoger una maleta. Ruego que se me llame a un número directo al que me dirijo porque el talonario de cheques se encuentra en la oficina a la que debo de acudir para concluir las tareas del día. No. Me dice la voz que viene del banco. Por razones de seguridad no pueden llamar a otro número. Explico que se trata de la misma persona que está proporcionando el número telefónico donde diez minutos después se pueden verificar los datos requeridos. No. Otra vez como respuesta. Consecuencias del caso: sufre la respetabilidad y la imagen de quien extiende un documento de cobro que no se hace efectivo. Sufre el interesado porque la mercancía que ampara dicho pago no llega. ¿Se puede hacer algo? No. Es el sistema. Créanme, por favor, no les cuento más de esta historia para no caer en el mismo círculo vicioso de un “aparato” insensible a las necesidades de quien lo hace posible, precisamente nosotros, los que sufrimos las consecuencias de reglas inflexibles amparadas siempre en el prurito de la seguridad. ¿Acaso podemos constatar que la llamada de consulta es auténtica? No. Por “seguridad” no pueden atender llamadas o consultas de uno hacia ellos.
Lamentablemente, en mi ya accidentado trato con el banco en cuestión he venido coleccionado “perlas” ingratas, estados de cuenta que no se reciben, propuestas de “ofertas” a deshoras ó en la intimidad de la casa un sábado por la mañana y largos etcéteras que no son exclusivas del HSBC. Lamentablemente, los despropósitos contra los clientes son cosa de todos los días en otras instituciones similares. Hay muchas razones para la incompetencia y la cerrazón, pero yo atribuyo los males, entre otras, a políticas que han elevado el trato impersonal a una panacea. El trato con seres humanos no puede verse sometido a la dictadura de los “sistemas” que diseñan otros seres humanos. Sobre todo cuando otros ganan con ello.