Opinión Nacional
Bajo el mito de Ariadna
Hace ya 54 años del 23 de enero de 1958, fecha fundacional de la democracia venezolana bajo el protagonismo de dos organizaciones políticas como lo fueron Acción Democrática y COPEI, hoy postergados, por la aparición de una nueva hegemonía política, la chavista, de corte militarista, y con posiciones ambiguas respecto a la democracia en el sentido tradicional a como ésta venía practicándose en el país hasta el año 1998.
Luego del interludio de la dictadura de Pérez Jiménez (1948-1958) aparecen visiblemente los nuevos agentes de un proyecto de modernización del país bajo el protagonismo del Estado, los partidos políticos y el petróleo, dándole posterior cabida a una dinámica de pacto social amplio e inclusivo donde campesinos, obreros, empresarios, medios de comunicación, militares, universidades e Iglesia son tomados en cuenta para participar del mismo. Los llamados comunistas o agentes de la revolución violenta fueron excluidos y combatidos, en lo que quizás fuera la prueba más grande que dicho sistema tuvo que afrontar, hasta lograr su derrota y permitirles la incorporación a la dinámica política prevaleciente.
Lamentablemente lo que empezó bien, a la larga terminó mal. La democracia del año 1958, por medio de la riqueza petrolera y el fin de la violencia política, logró el surgimiento y la consolidación de una clase media junto a las posibilidades de movilización social que trajo una población poca numerosa como un plan de educación nacional en términos generales bastante exitoso. Además, por medio de las elecciones quinquenales, el poder y los liderazgos fueron rotándose y compartiéndose dentro de una dinámica bajo la impronta de algunos consensos fundamentales. Igualmente el país avanzó en aéreas claves como la industrialización, la salud y el urbanismo. Había por primera vez un proyecto de país compartido y la ilusión optimista de un crecimiento social que nos sacaría del subdesarrollo. ¿Y entonces como explicar la debacle de ese modelo?
En el fondo la propuesta que lucía bien terminó siendo engañosa y cayendo en el desvarío. Los cordones de miseria alrededor de las ciudades opulentas así lo atestiguaron. El clientelismo político junto a un populismo desaforado acabó con las posibilidades emancipadoras de la nueva democracia, los partidos se desprestigiaron y dejaron de ser interlocutores validos entre el gobernante y la sociedad. La corrupción se hizo hábito y el rendimiento de nuestros políticos fue percibido como mediocre, además la crisis económica por la caída de los precios del petróleo trajo la devaluación de la moneda y otros males financieros que no fueron atendidos como es debido. Se cayó en una inercia suicida y las pocas reformas que se hicieron para renovar y relanzar el proyecto democrático no terminó por dar sus frutos. Luego, se formó una matriz de opinión colectiva en torno al desencanto y la necesidad de la llegada de nuevos salvadores, los cuales hicieron su aparición en el año 1992.
En pleno siglo XXI, Venezuela sigue transitando por el camino de la inconsecuencia, como si estuviese en un laberinto sin posibilidades de escapatoria, poniéndose en duda hasta la naturaleza democrática, plural y moderna de nuestros afanes dentro de la Historia.
Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ