Opinión Nacional

Bajas Pasiones

En Brasil, España, Austria, hay por estos días un museo de los horrores ventilado a los cuatro vientos. Ya se ha echado a andar el mecanismo de la globalización de la nota roja, chorreando ríos de morbo en todos los idiomas.

En San Paulo, la megalópolis latinoamericana solo comparable al D.F. mexicano, con las peores notas en el control a la delincuencia organizada, una niña de cinco años cae al vacío desde un sexto piso. Dije mal. La arrojan, después de intentar estrangularla, como afirman los peritos forenses, durante siete minutos. Fue necesario abrir un boquete en la ventana de su cuarto, donde se había instalado una red metálica de protección y para ello se utilizaron unas pinzas especiales. Éstas, me imagino, no están de adorno en ninguna estancia y deben hallarse refundidas en una caja de herramientas. Al menos que el asesino estuviera familiarizado con el departamento, es difícil creer que haya dado con esas tenazas por azar o que las llevara consigo para perpetrar un crimen sin pies ni cabeza. No hay ninguna lógica delincuencial. El piso no fue asaltado. Nadie vio entrar o salir al intruso del edificio. Y aunque individuos drogados o psicópatas son capaces de las peores cosas, cuesta trabajo imaginar el valor o la cobardía necesarios para tomar a una niña en los brazos y arrojarla a una muerte segura, con ribetes espectaculares de crueldad extrema. Nada puede explicar una acción de esa naturaleza. Quienes asistimos impávidos o incrédulos a la narración de un hecho así, damos rienda suelta a la imaginación. Trazamos de inmediato un escenario. Sentimos la necesidad de ponerle nombre a la monstruosidad. Y no lo tiene. Después de treinta días de consumado el gravísimo delito todo apunta a que el presunto responsable es el propio padre de la niña. En el crimen habría sido decisiva la intervención de la madrastra de la pequeña, como en un atroz cuento de brujas. Y esa ola agazapada siempre, que se llama opinión pública, emite su veredicto sin esperar los resultados de las investigaciones. Lamentablemente en esta ocasión todo apunta a que el clamor de la gente contra el matrimonio está justificado. La policía y sus técnicos se han tomado un mes para reunir una hipótesis contenida en mil páginas. El libro negro explica con lujo de detalles cómo pudieron desarrollarse los hechos y la reconstitución en el escenario del crimen paraliza al país. Es más, se detienen hasta las aeronaves y se desvía el tráfico aéreo para intentar dilucidar la versión de un vecino que afirma haber escuchado una supuesta discusión y gritos entre la pareja, previamente a la hora del crimen.

“O Globo”, el equivalente a TELEVISA en el país sudamericano, logró hace dos semanas entrevistar al padre de Isabella, así se llama la niña asesinada, y a su esposa actual. Durante más de media hora el matrimonio insistió en su inocencia y reiteró una versión de los hechos que se reveló contradictoria durante los interrogatorios. La percepción general fue la de un montaje perfecto. Ese programa se desdobló en muchos otros, en los que numerosos expertos expresaron sus dudas y coincidieron en apuntar que la emoción del padre y de su cónyuge era fingida y estaba desprovista de veracidad. El gran director de cine Arnaldo Jabor, que ocupa un espacio cotidiano de opinión en el “Jornal Nacional”, estalló en ira y habló de un verdadero “linchamiento”, pero no de los presuntos asesinos, si no del “buen sentido brasileño”, ya que todas las pruebas periciales incriminan al padre de Isabella. La moneda sigue en el aire y de un momento a otro el juez encargado tendrá que tomar una decisión compleja, basada en investigaciones que estuvieron plagadas de incompetencia e irregularidades. No hay testigos presenciales y nadie ha confesado el terrible crimen. Hasta ahora he pretendido narrar los acontecimientos con cierta distancia para no caer en amarillismos, pero no he podido sustraerme a utilizar adjetivos calificativos. En lo personal he terminado por compartir la opinión de millones de personas que apunta a la culpabilidad de la pareja, por más que sea difícil aceptar que una persona adulta en control de sus facultades mentales pueda llevar a cabo un acto tan ruin, con tanta saña, contra alguien totalmente indefenso, que además lleva su sangre. No me interesa poner el dedo en la llaga del discurso de la pérdida de valores, porque éstos no acaban de extraviarse ahora y en todas las épocas se han vivido episodios que niegan derechos humanos elementales. Lo que me inquieta es saber que en plena modernidad del siglo XXI, en una sociedad de clase media alta a la que no le hace falta nada, se pueda desatar un instinto asesino de tal magnitud. La verdad es que no hay palabras para manifestar la indignación que nos causa un atentado a la vida como el que representa lo que está sufriendo Brasil. Hablamos de un país maravilloso, donde se viene dando un proceso grave de descomposición social. Brasil ciertamente ya no es el país del “Hombre Cordial”, como lo llamó en un célebre ensayo Sergio Buarque de Holanda (cuando todavía Chico era su hijo y no solo el papá del célebre compositor); ni el país del futuro con el que soñaron Vasconcelos y Stefan Zweig, pero es uno de los sitios más entrañables de la tierra. La mezcla extraordinaria de razas (Portugueses, Indios, Africanos, Italianos, Polacos, Alemanes, Japoneses, entre otros) ha dado paso a la existencia de un tipo de persona multirracial de particular belleza, y expresión sensual. Su lengua y su música trascienden las fronteras con sus notas dulces. Su arte es vigoroso, múltiple y creativo. Su gastronomía hunde raíces en varios continentes también. Y todo ello para no hablar de la belleza arrolladora de selvas, montañas y ciudades del gigantesco litoral bañado por el océano atlántico. En pocas palabras, es un país que amo tanto como el mío (y no es el único). En varios continentes he descubierto civilizaciones que me han seducido y no podría mantener fidelidades culturales intrínsecas. Me fascina el carácter popular de sus fiestas religiosas y respeto enormemente el Candomblé, uno de los más altos sincretismos espirituales del planeta, porque además conlleva en su cosmogonía atribuciones poéticas fecundas. Todo lo anterior lo he dicho para intentar transmitir porqué hago mío un dolor ajeno y supuestamente lejano, como la muerte brutal de una bellísima niña llamada Isabella. Y aquí intentaré dejar de contar cosas tan tristes. Al principio del artículo había pensado reflexionar en la violencia de género que se vive en una de las economías más prósperas del planeta como es España; quise también revisar el caso no resuelto de la desaparición de otra figura angelical, la de Madeleine Mccann, de cuatro años, que desapareció en Portugal cuando dormía en una habitación junto con sus dos hermanos gemelos, mientras sus padres gozaban de una francachela de antología, donde se habría consumido alcohol en cantidades pantagruélicas. Hasta ahora la niña británica no aparece y algunos tabloides se han visto obligados a retirar públicamente la sospecha de la responsabilidad directa de sus padres en el supuesto secuestro.

Y finalmente iba a tratar en detalle el tema de un troglodita austriaco, Josef Fritzl, quien en plena tierra bucólica de los valses románticos mantuvo secuestrada y violó a su propia hija desde que ésta tenía once años, hace 24, en un calabozo subterráneo. La fechoría que ha dado la vuelta al mundo y amargado nuestros alimentos frente a los televisores, es incompleta. A la ignominia de la tortura vejatoria de un padre sobre su hija se suma la descendencia anómala del criminal. El fruto de su relación incestuosa fueron siete hijos de los cuales tres no conocían la luz del día, es decir, los mantenía en cautiverio en el zulo que la comunidad afirma que “nunca sospechó” que existía, durante un cuarto de siglo. Eso sí, el señor ingeniero eléctrico, jubilado, de 73 años, Josef Fritzl, era considerado por todos como un hombre atento, bien educado y jovial, en pocas palabras, un vecino modelo…

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