Autoridad y soberania
La autoridad, es facultad de orientar y dirigir; está dotada de poder,
valga decir, de capacidad o potencia para disponer de fuerza
suficiente como para obligar a ser obedecida. Puede presentar
diversos tipos en función del agente que la ejerce; del sujeto que
obedece; de los medios e instrumentos disponibles y del nivel de
desarrollo de la estructura óntico-histórica de la Sociedad en sus
diferentes variantes políticas, antropológicas, jurídicas, económicas
y propiamente dichas sociales.
El problema de la autoridad-poder requiere un tratamiento riguroso,
por cierto en un campo asaz difícil por las sutilezas y vericuetos
sociológicos, políticos y metafísicos que lo plena. No es este el
lugar para proponerlo. Con todo, recordemos que autores como Weber
distinguen entre autoridad legal, autoridad tradicional y autoridad
carismática. Ernesto Mayz Vallenilla [ Mayz Vallenilla, Ernesto. El
Dominio del Poder. Ed. Ariel, 1982] define la autoridad legal como
aquella que «se inscribe dentro de un mundo constituido por una
totalidad de normas u ordenaciones jurídico-racionales que rigen el
comportamiento de una determinada comunidad». En tales condiciones,
la obediencia del subordinado al superior, «no se produce en atención
a la persona del superior, sino porque así lo estatuyen las normas
jurídico-racionales que regulan sus correspondientes relaciones de
poder»
La autoridad carismática se fundamenta en el sentimiento de quien
obedece hacia quien manda. Tal sentimiento puede provenir, en un
primer caso, de la existencia de un vínculo que «brota de la
admiración y reverencia que se experimenta ante las cualidades del
líder, en quien se reconoce un modelo digno de ser imitado «. No
obstante, en un segundo caso, puede ser el simple resultado del temor
que impone quien dispone de la fuerza y es capaz, por sus
características individuales (sea que se trate de falta de capacidad,
formacisn intelectual o ética, o de problemas psicológicos), de no
hacer uso ético y racional de su poder.
Pero una sociedad democrática establecida sobre la base del
reconocimiento de la eminente dignidad de la persona humana, racional
y libre, y que, al mismo tiempo, se organice atendiendo a los
principios de igualdad, justicia y libertad, no puede dar cabida a
otro tipo de autoridad que no sea aquel que se funde en la
racionalidad de un ordenamiento jurídico libremente aceptado,
establecido y sostenido por los miembros del Cuerpo social. Al
efecto, toda autoridad invoca, como antes se expresó, la disposición
de un poder que garantice la obediencia.
Por otra parte, el fenómeno del poder es, en último análisis, el
resultado fáctico de la confrontación dialéctica de dos libertades,
esto es, la libertad de quien ordena y manda y la libertad de quien
cumple y obedece.
Mayz Vallenilla entiende el afán de poder como actividad humana
instrumentalizada, mediante la cual la existencia, «previamente
instalada en un mundo común y compartido», responde a las limitaciones
de su esencial finitud proponiéndose, como fin, el dominio sobre la
alteridad organizada como una totalidad significativa, que, de esta
forma, queda constreñida a la obediencia. Al dejar para el lector la
tarea de adentrarse en las precisiones de tan importante
investigación, nos será suficiente, aquí, indicar que el autor, al
indagar sobre la esencia del afán de poder, encuentra que el mismo
tiene su fundamento en la libertad. Efectivamente, en la relación de
poder, la potencia -» aquello que puede inducir y provocar una
situación de dominio en [sobre] la alteridad»…»no es una fuerza o
energía que dependa exclusivamente del sujeto ni [de] sus individuales
e inmanentes características «, sino que, aunque poseída por el
sujeto, proviene «de la conjunción y correlación del propio gestarse
histórico de su existencia en confrontación con el mundo donde actúa»,
por lo que la esencia del afán de poder es » un producto
histórico-existencial de la continúa interacción entre el existente y
su alteridad».
De tal manera, de lo que se trata es de una mera posibilidad del
sujeto o «agente emisor» en la relación de poder; de una virtualidad
que, en todo caso, podría verse como una nota esencial o constitutiva
de la esencia del hombre, pero cuyo ejercicio en acto no está
necesitado por ninguna suerte de fuerza o ley según la cual deba
necesariamente ser y menos serlo de una determinada manera.
Ahora bien, lo que es característico de la autoridad legal es que la
relación de poder que se establece – y cuya concreción fáctica es el
resultado de la síntesis de las libertades del agente que gobierna y
del agente gobernado, debe responder: 1) a una necesidad sentida por
todos los ciudadanos, de que algunos de entre ellos deben velar por la
buena marcha y progreso de la Sociedad; 2) a la presencia de un
estatuto legal que goce de la aceptación general y que ha sido
explícita y democráticamente establecido de acuerdo al marco legal
general de la Sociedad, de modo que sea del conocimiento de todos los
miembros de ésta y de quienes a ella se incorporan o por ella
transitan, y 3) a los fines generales de la Sociedad y no a los fines
particulares del gobernante.
Por otra parte, la autoridad se ordena al bien público y sólo de
manera indirecta a los fines de los particulares. Es soberana en su
esfera, es decir, posee un poder supremo y de última instancia; sin
embargo, tal poder no es ni ilimitado ni absoluto, Los poderes del
gobernante están limitados por su misión de gobernar. El gobierno es,
primeramente, una carga y secundariamente implica derechos, en cuanto
necesarios para el cumplimiento de las tareas propias del gobierno y
para garantizar la obediencia, siempre en función del Bien Común.
Así, la relación de poder no existe, en la sociedad fundada en la
dignidad de la persona humana (personalista y democrática), para que
el gobernante realice su propia finalidad y en vista de sus
individuales intereses. El poder no es un fin en sí mismo, sino,
simplemente, una fuerza controlada y limitada de la que dispone la
autoridad, cuya aplicación obedece al Bien General y favorece los
fines de realización personal de los miembros del grupo social
quienes, en éste, son la fuente última de la autoridad y, como
gobernados, gozan de un fuero superior al de los gobernantes.
Desviaciones del poder. Pérdida de la autoridad .
La Historia testimonia que, aguijoneado por la angustia que la
precariedad de su existencia le produce, el hombre deja,
frecuentemente, de considerar al poder en su verdadera dimensión de
medio y, seducido por la aparente capacidad que tiene de potenciar al
ser que ejerce un nudo dominio, se convierte para éste en tanto
gobernante, en objetivo existenciario. En tal circunstancia, el poder,
alterada su natural vocación de medio, es desviado para asumir un rol
de finalidad que su legítima estructura ontológica no le otorga. En
esa perspectiva, el dominio se convierte en meta única de la
existencia de quien lo ejerce. Dominar lo Otro, es decir,
subyugarlo, domeñarlo, es el autoengaño que adormece en la conciencia
el sentido de la finitud y de las consecuentes limitaciones de la
propia realidad humana, en la ilusión de una sensación de infinitud
que aparece en dicha conciencia, la que proporciona el incorporar,
ficticiamente, el entorno de los entes dominados a la realidad del
sujeto dominante.
Al no aceptar su finitud, el hombre abandona la orientación positiva
de la alteridad que inducía, con ésta, un tipo de relación orientado
hacia la complementación del ser y cuya fuente originaria es la
voluntad de amor. Situado en la perspectiva de la orientación
negativa, la alteridad se visualiza como mundo caótico de entes cuya
presencia es menester borrar a fin de que sus límites dejen de
demostrar su existencia y, con ella, la realidad de la propia finitud
que se quiere olvidar. Ese mundo, así concebido, deviene, entonces,
en campo para ejercer un ciego afán de dominar cuya vertiente raigal
es, precisamente, la voluntad de poder y cuya expresión fáctica se
reduce a la ambición del tener por el más tener. En ese contexto,
toda relación social – religión, política, trabajo, propiedad,
derecho, etc. – con el entorno que constituye su mundo, pierde su
original designio de propiciar la potenciación del ser humano y
adquiere la fisonomía de una brutal opresión que termina por anular
las potencialidades personales del opresor y de los oprimidos.
Pero no termina allí el peligroso derrotero que la existencia humana
emprende cuando, con empeño en el vano espejismo de escapar de la
propia finitud, se desvía al poder para facilitar la puesta en acto de
las potencialidades de la persona humana, haciendo de él finalidad
únicamente ordenada al término de su propia acción, es decir, al
dominio. Al efecto, exacerbado en ese antinatural rol, el poder, por
esa vía, alcanza a independizarse de las determinaciones de los
sujetos que hasta entonces lo ejercían. Convertido en última razón
de la existencia individual y social e instalado en tan privilegiada
posición, el poder impone un verdadero culto sobre los hombres, cuya
liturgia consiste en la adoración de los símbolos e instrumentos que
en cada recinto espacio-temporal lo invocan y posibilitan su logro.
Instalada esa situación, la persona humana es sacrificada en aras de
un ídolo, de un mito, de una abstracción de algo contingente
incardinada como absoluto en el orden de lo temporal: el Líder, el
Estado, la Raza, la Ciencia, la Técnica, el Partido, la Clase, el
Dinero, la Eficiencia, la Productividad, etc. Cualesquiera de estas
seudo deidades encarna un profundo desprecio por la persona del ser
humano y hermana, tanto en lo metafísico, como en lo ético y en lo
político, al paganismo antiguo o primitivo, uno de cuyos caracteres
constitutivos era la práctica efectiva de sacrificios humanos, contra
lo que se levantó la metafísica de inspiración bíblica y el plan de
acción cristiana, de la misma manera como lo ha hecho siempre frente a
los totalitarismos y tiranías de cualquier signo y ante las demás
alienaciones que amenazan cosificar al hombre.
Por otra parte, cuando el poder es arbitriamente colocado fuera de su
natural condición de medio para erigirlo en fin de la existencia, la
autoridad, cuyo designio originario es ejercer la recta administración
de esa fuerza o potencia que obliga, se ve rebasada por aquello que
debía administrar y, al mismo tiempo, desplazada de su finalidad como
parte especializada de la Sociedad para orientar y dirigir hacia el
alcance de su cometido natural y al Bien Común General.
Efectivamente, la nueva finalidad va a ser el poder en sí mismo que,
de tal manera, se autoconstituye. Así, desbordada por su instrumento
y sustituida su finalidad, la autoridad desaparece y su justificación
ética y social deja su lugar al nudo argumento de la fuerza.
En tal virtud y de manera general, podemos afirmar que en cualesquiera
tipo de sociedad organizada, cuando aquél o aquellos que ejercen la
autoridad dentro del Cuerpo social dejan, en su ejercicio, de atender
a la finalidad del mismo para sustituirla por fines distintos
inherentes a sus propios intereses o desequilibrios, o a otros
extraños a la finalidad originaria del grupo social, la autoridad
pierde, eo ipso, su razón de ser y, en ello, su existencia en cuanto
ética y jurídicamente legítima y válida.
Principios de legitimidad de la Autoridad.
Como principios de legitimidad de la autoridad se tiene:
1) La necesidad del hombre de vivir en Sociedad.
2) La igualdad esencial y las diferencias existenciales de los
seres humanos.
3) La limitación y control del poder del gobernante que derivan de
la transitoriedad y alcance de su misión.
La fuente de la autoridad es el pueblo, entendido como
el conjunto de todos los miembros del Cuerpo Político o Sociedad.
Del pueblo se predica el concepto analógico de soberanía o plena
autonomía y es, por tanto, su consentimiento racional lo que legitima
sus autoridades. Será, por tanto, ilegítima toda autoridad que
gobierne contra el Bien Común, así como también la que se imponga por
encima de la voluntad del pueblo aunque gobierne bien. La autoridad
legítima puede perder esa condición por abuso grave, permanente y
general y, también, por incapacidad debidamente constatada de quien la
ejerce, siempre que sea permanente o irremediable.
El problema de la soberanía.
Para una concepción de la Sociedad fundada en la eminente dignidad de
la persona, la sociabilidad procede de la naturaleza humana. El
hombre es un ser naturalmente sociable y, por ello, la Sociedad
considerada en general y en tanto en cuanto respuesta a esa
sociabilidad natural, deriva también de la naturaleza humana. Para
el contractualismo la existencia de la Sociedad se justifica como una
necesidad que deriva no de la naturaleza del hombre, sino de la
convivencia entre ellos que surge como necesaria para alcanzar mejores
formas de vida, o como instrumento establecido para la defensa de
intereses particulares e, incluso, en el límite, para asegurar la
posibilidad de que cada vida individual sea garantizada.
De tal diferencia de puntos de vista sobre la concepción de la
Sociedad va a derivarse, a su vez, otra diferencia respecto a la
noción de soberanía. Pero entendamos en qué consiste el concepto de
soberanía que, por lo demás, se maneja en el lenguaje corriente, sobre
todo cuando se aplica vulgarmente a lo político, de una forma asaz
libre e imprecisa.
Se dice que una instancia es soberana respecto a otra cuando sobre
ésta posee un poder separado y superior, esto es, por encima de ella.
La separación refiere a la idea de trascendencia: el soberano
pertenece a una esfera ontológica absolutamente distinta de la que
corresponde al súbdito. La superioridad refiere a una jerarquía de
orden y no meramente de grado: el soberano pertenece a un orden que
es ontológicamente superior al del súbdito.
Ahora bien, si se acepta que el hombre es creatura y que es de su
naturaleza el ser sociable, entonces, en el contexto de las sociedades
políticas, cuando se trata de la soberanía se hace mención a un
concepto analógico que significa:
1°) El derecho a la plena autonomía para el diseño y funcionamiento
del ordenamiento interno de cada sociedad;
2°) La definición de la fuente de la autoridad de la que brota ese
ordenamiento interno.
Respecto al primer punto, en el mundo de hoy no puede ser pensada la
autonomía como autarquía y autosuficiencia, dado que las realidades de
ese mundo determinan el que, de manera creciente, cada nación esté más
ligada al orden internacional y sea cada vez más determinada o, al
menos, condicionada por aquello que ocurre fuera de su propio ámbito.
De manera que puede hablarse de soberanía externa como independencia
relativamente suprema con respecto a la comunidad internacional, en
cuanto ésta no tiene derecho a disminuirla ni a obligar a obediencia,
como no sea en lo que respecta a tratados y acuerdos libre y
legalmente aceptados, cuyo acatamiento en nada mengua dicha
independencia.
En cuanto a la autoridad referida en el segundo punto, ella reside en
los miembros de la Sociedad considerado como conjunto, valga decir en
el pueblo, en el entendido de que sí bien el hombre (pueblo) crea las
normas que se recogen en formas jurídicas como constituciones, leyes,
reglamentos y códigos, que son obligantes, sin embargo, tal facultad
(la de elaborar normas) no puede ejercerla con absoluta
indeterminación, esto es, de cualquier manera. Efectivamente, la
capacidad normadora del hombre (pueblo) está limitada, en primer
lugar, por la realidad histórica (el aquí y el ahora) que constituye y
caracteriza el contexto social dentro del cual se pretende normar;
en segundo término, el límite viene impuesto por el conjunto de
derechos y obligaciones del ser humano que son moralmente anteriores y
trascendentes respecto a su condición social, tales como la necesidad
y derecho de la persona humana de realizar su propia vocación como tal
y de disponer libremente respecto a su propio destino, respecto a lo
cual la Sociedad es simple instrumento o medio jerárquicamente
inferior.
Por el contrario, para las concepciones de tipo contractualista, la
soberanía, en última instancia, corresponde a cada individuo humano,
quien decide realizar un contrato con sus semejantes para constituir
la Sociedad, sea por el temor (Hobbes) al otro, situación que deriva
bien sea de la condición originalmente mala (enemigo) que caracteriza
la actitud de cada cual frente a su semejante, o bien buena, pero
incompleta (Locke), que impide, en estado de naturaleza, el uso y
disfrute de la vida, la propiedad y la paz. Mediante ese contrato,
los hombres deciden, en su conjunto: 1° Constituir la Sociedad; 2°
Reunir sus derechos para delegarlos (Locke) en manos del Gobierno
Civil o, renunciando a éstos, transferirlos plenamente (Hobbes) a uno
de entre ellos quien así deviene «el soberano». Cuando delega, la
soberanía permanece en el pueblo; cuando renuncia y transfiere la
soberanía pasa al Monarca Absoluto.
El Estado, como parte de la Sociedad Política, en manera alguna es
soberano pues no es autónomo. Las prerrogativas que posee derivan de
la misión específica que le corresponde como gestor y garante del Bien
Común. En cuanto al pueblo, la noción de soberanía se aplica, como
vimos, en tanto en cuanto goza de un derecho natural a la plena
autonomía que es superior a los de cualesquiera parte suya. Este
derecho se aplica, de manera particular, en lo que se refiere al
propio gobierno, ya que el pueblo es la fuente temporal relativamente
suprema de la autoridad y del correlativo poder necesario para dirigir
al Todo social hacia el alcance de sus legítimos fines.