Opinión Nacional

Atrapado y sin salida

Chávez se ha enajenado la voluntad de las grandes mayorías. Exactamente la misma proporción que lo apoyaba cuando llegó, ahora quiere que se vaya. Ningún otro gobernante había sufrido tanto desgaste a tal velocidad. Él aparenta creer lo contrario; dice que quienes lo adversan son una minoría “pero con poder”, y atribuye el fenómeno a un efecto de ilusión mediática. Vamos a ensayar una respuesta a este planteamiento.

Como tanto se ha dicho, el manejo de la democracia que se hizo durante el puntofijismo degeneró en un hastío de la población. Todo hizo crisis y se llegó a creer que ya habíamos tocado fondo. “Nada más malo que esto nos puede pasar”, era la oración fúnebre que entonábamos en multitudinario y desorganizado coro cuando clamábamos por enterrar lo que teníamos e ir hacia “lo que sea”. Los tres millones de votantes adecos, y los dos millones de votantes copeyanos, hartos de tantas frustraciones, voltearon la mirada hacia quien entonces se ofrecía como su redentor, un hombre que tuvo una espectacular puesta en escena con un golpe de estado que, aunque fracasado, vendió la idea de que se la jugó para acabar con aquel desastre. Millones se volcaron a las urnas electorales hipnotizados por la propuesta de cambio profundo; no sabían que los esperaba una emboscada traicionera donde naufragarían tantas esperanzas. Ocurrió como a la doncella que, ilusionada, se entrega al hombre que le susurra palabras de amor y le jura eternas sublimidades, para luego, consumado el acto físico, mostrar la fea realidad de que estaba casado y tenía tres hijos. Chávez sedujo a las multitudes hurgando en su repudio a un Estado corrupto e ineficaz. Atravesó como un alfiler caliente el espeso amasijo grasiento del repudio colectivo a una inexistente justicia, a un parlamento pervertido, a un sistema bipartidista inmoral que cada vez abría más la brecha entre un país de mayorías empobrecidas y de minorías pudientes. Y se le hizo el milagro; aquel pueblo que no lo acompañó en su asonada del 4-F se le entregó un seis de diciembre. Aquellas Fuerzas Armadas que lo redujeron en su intento de asalto al filo de la madrugada, se pararon firme a su lado reconociéndolo como vencedor en los comicios a pesar de fuertes propuestas para una actitud contraria.

Desde un principio, Chávez comenzó a hacerle desaires a todo aquél que se le acercara que supiera leer y escribir. Su animadversión era hacia los técnicos, a las personas que tuvieran post grado, al que hablara dos idiomas, a quien vistiera paltó y corbata, tuviera carro y casa. Eso le iba abriendo campo en las masas incultas, en las grandes mayorías víctimas de las injusticias sociales, pero que a la vez eran incapaces de entender que de ese lamentable estado no saldrían sino estimulando a quienes tuvieran dinero para que lo invirtieran en negocios y en empresas, para que se disparara el proceso de generación de empleos, de riquezas y para que esto indujera una creciente producción industrial.

Chávez tenía en mente una vía equivocada para redimir a los pobres. Creía -y no se sabe si de veras aún lo cree- que había que enfilar contra los dueños del capital, cuando sólo con el concurso de éstos era posible superar la postración de la inversión en el campo y en las ciudades. Como alguien me dijo en estos días tragicómicos, “es que como la base de apoyo de Chávez está entre los más pobres, está agrandado esa clase social”. Y no deja de tener cierta dosis de verdad tal aserto; desde que él llegó al poder, los pobres han aumentado en un quince por ciento de la población, es decir, en tres millones de personas. Y eso se ve, sólo hay que salir a las calles. Están entre los miles y miles de buhoneros que asfixian las aceras; entre las cada vez mayores marejadas de invasores de terrenos, edificios y casas; entre la cada vez más creciente ríada de pordioseros, recogelatas, duerme-en-la-calle, damas-de-compañía, masajistas, vende-kino, asaltaquintas, secuestradores, robacarros, atracadores, narcomulas, y por último, los numerosos militantes del odio agrupados en los mal llamados Círculos Bolivarianos que cada viernes, o cada quince y último, como agentes de la nómina, se llevan un pedacito cada uno de los girones de nuestros dineros públicos. De aquellos dineros que deberían estar sirviendo para hacer escuelas, hospitales, casas, avenidas, puentes, vías agrícolas o para pagarle a los maestros, a los médicos, y en fin, para otra cosa más útil que estar alimentando a esas masas de “apoyadores” a sueldo que, cuando Chávez ya no esté, conseguirán seguir medrando bajo otras banderas.

Pero Él está atrapado y sin salida. Ya el pueblo consciente no lo quiere, lo aborrece; pero él sabe que si se sale de ese fatídico esquema del radicalismo guerrero y camorrero perderá ese nicho donde habita lo que se ha dado en llamar el talibanismo, que no es otra cosa que la irracionalidad, el IrisValerismo, el LinaRoncismo. Por eso es la política de mantener escuadrones móviles prestos para el grito y el insulto, para atacar a palos y pedradas a los que tienen divergencias. Se quedaría sin lo uno y sin lo otro si adopta una postura civilizada. Él sabe que está perdido, sólo está tratando de salvar ese segmento de la población que lo apoya sin saber por qué, al que sólo anima una esperanza infundada según la cual algún día Venezuela será un país donde todos seamos buhoneros hambrientos, felices e indocumentados, iguales y revolucionarios; donde haya un Presidente eterno sin el fastidio de estar haciendo elecciones para competir con unos escuálidos insignificantes destinados a la derrota; un territorio “libre” de América para la guerrilla y para todos los movimientos revolucionarios del planeta (“Terroristas del Mundo: Uníos”); bastión anti-imperialista; hermano-hermanito-de-verdad-verdad de regímenes como los de Cuba, Argelia, Irak, Camboya y Corea del Norte. Un idílico país lleno de leyes “patriotas”, hechas para regir un territorio arrasado, y cuyo custodio sería un ejército invadido desde adentro por una ideología extraña a la que antes combatió con su correspectivo saldo de sangre y de muerte. Un ejército de zombies, como esos seres que en las películas de ciencia ficción son poseídos por unos demoníacos seres de otros mundos que aunque los hacen aparecer como si fueran los mismos de siempre, en la intimidad los transforman en terroríficos monstruos babosos y colmilludos, y todos ellos comandados por el gran general Raúl Isaías Baduel, salvador eterno de la patria Zamorana de la cual huyó despavorida Marisabel, ex de Chávez.

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