Arqueología política
Pocos dudan de la necesidad e importancia de un cambio histórico. La crisis radica, precisamente, en el vacío que ha quedado desde la quiebra definitiva del modelo de desarrollo afianzado en la renta, a mediados de los ochenta, pues, una opción distinta reclama la suficiente coherencia y profundidad como fundamento del consenso que le conceda viabilidad en el marco de nuestras reales y artificiales contradicciones. Podemos decir, con Gramsci, que lo viejo ha muerto y lo nuevo no nace aún.
Consenso que es requisito indispensable en una sociedad tan compleja como la venezolana. Profundidad y coherencia deseables cuando ya son muchas las experiencias acumuladas. No obstante, el gobierno da muestras de una inmensa simplicidad al fracasar en su intento de cambio, amenazando con adoptar y radicalizar algunas medidas revolucionarias, o que pretendieron serlo en un pasado no tan remoto, como fórmula desesperada de supervivencia ante el creciente e inocultable descontento del país.
El drama está en la supervivencia a cualquier precio, incluso, apelando a la arqueología política para responder a las vicisitudes del presente. El asunto no sólo estriba en la eficacia y en la eficiencia que ha de caracterizar a toda revolución, capaz de reivindicar y satisfacer desde un primer momento aquellas demandas o reclamos mil veces diferidos, sino –igualmente- contar con una propuesta sobria y convincente susceptible de sobrevivir – ésta vez- airosamente al debate abierto y punzopenetrante de los sectores pensantes del país. No hay revolución sin un proyecto revolucionario que sea materia de discusión a todos los niveles, en lugar de los cómodos y etéreos adjetivos que nos remiten al siglo XIX, sorprendidos por una realidad cada vez más desconocida.
Encontramos que la calidad de vida ha experimentado un retroceso indecible bajo los latigazos del desempleo que afecta a más de dos millones de personas, un decrecimiento económico que ronda los siete puntos del PIB, un descenso calamitoso de las reservas internacionales y otro ascenso de la tasa inflacionaria cuando había bajado fruto de la espeluznante contracción del consumo, por no mencionar otros asuntos de irritación colectiva. Esto ha ocurrido en el marco de una increíble y continua habilitación presidencial, un detalle apenas de la enorme concentración de poderes con la que ha contado el teniente coronel Hugo Chávez, quien ha hecho del constante error y ensayo la llave maestra de un aprendizaje del poder en el poder mismo. La improvisación derriba nuestras puertas y, lo que antes se creía materia ajena, reservada para los políticos y ladrones afines, ahora se introduce e instala en nuestros hogares perfilando otros dramas que el petróleo aliviaba, como enfermero que a veces tardaba pero siempre llegaba avergonzado de su impuntualidad.
Toda la polémica sobrevenida a raíz de la derrota de la izquierda marxista en los dolorosos años sesenta, ha quedado sepultada y, como si de la pirámide inca de Túcume o la egipcia de Gizeh se tratara, vuelven las antiquísimas consignas proveídas por el comando político de la revolución, un suprapartido-auxiliar al que únicamente se accede con una buena dosis de carbono 14. Súbitamente, la autogestión con la que hemos estado de acuerdo, pero en un contexto radicalmente distinto, surge de la vieja chistera con olvido de la Yugoslavia de Tito, por no mencionar las incidencias en el campo de la política económica de Hungría o Polonia y los planes quinquenales del país de Stalin. Creo no equivocarme cuando la inexistencia de los mendigos en Cuba se debe a los CDR o el singular contraste entre las dos Corea plantea interesantes inquietudes.
Escasa novedad hay en la posibilidad de que los más necesitados construyan sus propias viviendas, con el suministro de los materiales por un Estado de arcas enflaquecidas y prescindiendo del sector privado. Equivale a un reconocimiento del oficialismo que traslada presuroso el costo de sus ineptitudes al resto de la población. Claro, son varias las manos de pintura que dirán evitar el desmoronamiento del edificio teológico que no soportará el peso de la deidad hecha gobierno.
Las maniobras ideológicas responden a la colcha de retazos de un régimen en trance: es liberal-democrático al sentirse perdido y se perfila como una dictadura proletaria de las ya consabidas cuando toma aires de satisfacción. Lo cierto es que, tamaño accidente histórico, revela una orfandad de ideas, una carencia de imaginación, que lo internan en los peligrosos terrenos de lo que Hannah Arendt llamó la banalidad del mal, caída la noche y distante la madrugada. Y, contagiados, puede llevarnos a otros fósiles del cercano siglo XX: el autoritarismo de inspiración positivista que también supo de un arraigo extraordinario.