Aquel de entre los sabios alquimistas
Para los tiempos del boom en los años sesenta yo era un aprendiz de escritor que tuvo la suerte de tener maestros a mano, y para mí esos maestros fueron cuatro: Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa. La lista es obvia para todos porque ya se volvió mítica de tanto repetirla, pero si hablo de mis años de formación se vuelve insoslayable mencionarlos. Modelos ideales, todos eran jóvenes, todos eran mundanos, casi todos habían vivido malos tiempos en París, y en literatura eran unos sabios alquimistas que habían encontrado la piedra filosofal y escribían de manera diferente a como estábamos acostumbrados a leer a los escritores latinoamericanos tradicionales, en tiempos en que tanto Borges como Rulfo eran figuras de culto, y por tanto de minorías, y de Lezama Lima aún no se sabía nada.
Gracias a la piedra filosofal, esos cuatro tuvieron el poder de convertir en moderna de un golpe la literatura en lengua castellana después de haber puesto en la redoma la literatura universal de vanguardia del siglo veinte y transmutarla, ya para entonces vieja, pero ignorada en los procedimientos de la escritura, libros que García Márquez leía en traducciones llegadas de Buenos Aires hasta Barranquilla, y los otros, más aplicados, podían leer en su idioma original, de Joyce, a Virginia Woolf, a Faulkner, para no hacer la lista larga.
García Márquez llegó hasta los confines de las barberías con Cien años de soledad porque contaba fábulas del principio al fin, enseñando que la maravilla no sólo era posible, sino real, y que pertenecía a lo cotidiano, pero Vargas Llosa se presentó desde el principio como un meticuloso escritor realista, heredero del viejo Flaubert fanático de las exactitudes, que para contar mentiras tenía que ser fiel a la verdad, o sea, a la verosimilitud.
Pero La ciudad y los perros (1962), con toda su carga autobiográfica, no fue un libro para entretenerse mientras uno esperaba el turno de pasar por las manos del peluquero. Estaba armado como un mecano, en base a piezas que iban a buscar su lugar en la cabeza del lector gracias a correspondencias exactas, una lectura que podía parecer para iniciados, para escritores en ciernes que querían averiguar cómo estaban dadas las puntadas volteando la costura al revés, que es lo que yo hice entonces con ese libro, desarmarlo como un niño que prueba a meterse en las entrañas del juguete.
La ciudad y los perros revela la Lima horrible de la que hablaba Salazar Bondy, vista por un cadete adolescente sometido a los rigores de la disciplina militar del Colegio Leoncio Prado, un libro que sufrió en su momento el obligado auto de fe de las obras que conspiran contra la santidad de las instituciones al ser quemado, y puede pasar por una novela urbana, territorio en el que Fuentes había entrado de lleno pocos años atrás con su novela, también primeriza, La región más transparente.
Pero en La casa verde (1966), Vargas Llosa regresa al territorio tradicional de los escritores latinoamericanos de la primera mitad del siglo, que definieron la escritura por espacios geográficas, como si la novela, hija de la naturaleza, fuera la geografía misma, la pampa, la cordillera, la selva, el desierto. La casa verde se construye en dos de esos territorios, el desierto y la selva, del poblado de Piura en la costa norte peruana a Santa María de Nieva en la selva amazónica, y no falta el río infinito por el que el bandido Fushía, enfermo de lepra, navega hacia su muerte.
Igual que en La ciudad y los perros, la novedad está en la manera en que se cuenta, en el lenguaje, en la tesitura de los diálogos que entrelazan historias que corresponden a tiempos distintos. El procedimiento crea el misterio. Y la naturaleza será siempre personaje como antes, pero la desafían los otros personajes de carne hueso, militares licenciosos de bajo rango, prostitutas, contrabandistas y aventureros, como en La Vorágine de José Eustasio Rivera, de tantos años atrás. Una herencia transformada.
Ya Rubén Darío decía que no era un escritor para las masas pero que indefectiblemente iría hacia ellas, y lo probó, como Vargas Llosa lo probó también en menos tiempo aún, un joven escritor ambicioso que pronto se largó con una novela voluminosa, editada en dos tomos, que fue Conversación en la Catedral (1969), ahora sí una novela del territorio urbano de Lima, en la que el juego de tiempos y espacios, más complejo aún, funciona como el mecanismo de una compleja relojería que seduce y encanta, porque por mucho que sea el artificio, lo que el novelista está contando es la historia real del Perú, un país en desgracia, la fábula que no se despega del piso, una historia de la construcción del poder en la vida de personajes sórdidos como aquel Cayo Mierda, que anuncia, porque toda buena literatura termina siendo profética, a Vladimiro Montesinos.
Conversación en la catedral es, otra vez como antes lo fue El señor presidente de Miguel Ángel Asturias, la novela de una dictadura, la dictadura sórdida del general Odría, pero otra vez es un asunto de la novedad del lenguaje y de la manera entreverada de contar. La forma no se aparta nunca del fondo y corren de manera paralela, lo que en sus novelas sucesiva vendrá a definir todo un estilo, y a hacer de Vargas Llosa un clásico que puedo volver a leer con la novedosa ansiedad de la adolescencia. Porque como dice Ítalo Calvino, un clásico es el que tiene siempre algo nuevo que enseñar.