Opinión Nacional

Apuntes parvularios

Mientras son peras o son manzanas. Se me vino a la mente esta frase, pensando en el ejercicio de escribir, ese que practico desde la adolescencia, impulsado por la necesidad de expresar, con papel y pluma, una serie (una sarta, dirán otros) de sentimientos, formulados como pensamientos articulados, con el propósito de despertar emociones y tratar de transmitirlas a los demás. En esa época mi “publico” se reducía a la familia y a la escuela donde estudiaba el quinto grado de primaria, el Instituto Froebel, que en su nombre rendía homenaje a un famoso educador alemán, seguidor del pedagogo Pestalozzi. En mi casa mi padre leía con asiduidad y los libros se conservaban en libreros con llave, lo que los convertía en objetos codiciados y más apetitosos. Un día nos visitó el señor párroco de la colonia y asustó a mi mamá, diciéndole: no solo comete pecado mortal leyendo esos volúmenes, también tocándolos. El buen cura no se refería a ningún marqués de Sade, tampoco al Decamerón de Boccaccio, sino al diccionario enciclopédico de Voltaire, que hasta entonces se enlistaba en el famoso índice (de libros prohibidos) de tan triste memoria. Eso bastó para que yo incurriera en mi primera falta de esa naturaleza. Claro que a la edad que tenía, tan solo diez años, no pude enterarme de nada, y mucho tiempo después me asombraría que una obra de ese peso científico pudiera ser objeto de tan acérrima censurada. Pero lo que quiero decir al hablar del librero que había en mi casa es que tuve el ejemplo de la lectura a una edad muy temprana. Sin presiones de ninguna naturaleza busqué, por mi mismo, aquella literatura que me fuera más accesible. Así, di con “Corazón, diario de un niño”, el libro de Edmundo De Amicis, cuyo autor no solo coincidía con mi nombre, si no que la propia portada la había diseñado mi padre durante la etapa en que trabajó con la editorial “Botas”, dibujando más de cien capas de libros de autores como don Ermilo Abreú Gómez, el recordado “novio” de Sor Juana, Amado Nervo, José Mancisidor y José Vasconcelos. Una tarde que volví del colegio sin encontrar a nadie en casa, tratando de emular el ejemplo de mi padre, puse uno de sus discos de 78 revoluciones, el “Bolero” de Ravel. Mientras lo escuchaba comencé a interpretar las notas en imágenes y decidí escribirlas. Tomé la “Remingtón” portátil y comencé una historia de la que solo recuerdo que se desarrollaba entre dunas de un desierto y alimañas y animales del entorno, camellos incluidos. Al día siguiente tuve el valor de pedir hablar con la directora de la escuela. Consideraba que era la máxima autoridad a la que debería revelar mi supuesta hazaña. No recuerdo su nombre pero sí su figura adusta y elegante. Una anciana de piel muy blanca o afeites que acentuaban su palidez y un chongo (moño de pelo, según el mataburros) coronando la noble cabeza. Huelga decir la sensación de autoridad que despertaba la señorita directora de la primaria. Me recibió en su despacho, bajo las aspas de un vetusto ventilador, a la hora del peor bochorno tropical y escuchó pacientemente. Pidió ver las hojas pergeñadas a dos dedos, llenas de erratas y me dijo: para escribir hay que tener vocabulario. La grave sentencia no me desanimó. Sin extenderse demasiado me propuso crear un periódico mural donde registrara los acontecimientos más notorios de la escuela y de nosotros mismos, los alumnos. De allí viene tal vez la poderosa atracción que siento por el colage. A fines de ese mismo año había perdido toda timidez: me lancé a escribir una pieza bufa para escenificarla en la despedida que nuestro curso daba a los de sexto, al concluir la primaria. Se trataba de una serie de sketches que representaban escenas de hospital. Para la escenografía contamos con implementos reales, sueros y jeringas, proporcionados por una mamá enfermera y con enseres de un papá médico que nos facilitó maletines ad hoc, batas y estetoscopios. De mi primer (Y última obra de teatro hasta ahora) y del relato basado en la pieza musical de Ravel, solo han quedado migajas y jirones de memoria, pasto del tiempo implacable.

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