Opinión Nacional

Aprender a mirar

“Los siglos que en sus hojas cuenta un roble,
árbol los cuenta sordo, tronco, ciego:
quien más ve, quien más oye, menos dura.”
Luis de Góngora

SE PUEDE LLEGAR A FUERZA DE TANTO MIRAR A NO VER NADA

“Quien más mira, menos ve”, dice viejo refrán español, refiriéndose a la fijeza de la mirada en un solo punto, a la mirada que, al fijarse en un solo punto, acaba por no verlo. Parece ser que esa “mirada fija” es una característica de los españoles –que por algo se mantuvo tan vivo este refrán-. Esto de fijar la mirada, de la mirada fija, es el modo de no ver que, por su sentido etimológico se nos dice de la envidia: envidiar es no ver, a fuerza de mirar aquello que de esa manera se está mirando.

No es el amor, es el desamor el que ciega. Ciega es la mirada del envidioso. Porque, al fijarla tanto en lo que mira como si se lo quisiera apropiar o matar con su mirada, acaba por no verlo, por cegársele los ojos.

El famoso Huxley, en su libro sobre como consiguió ver, mirando sin gafas y enseñándonos este aprendizaje de la mirada, aconseja que no deben detenerse nunca los ojos mucho tiempo en nada, que la mirada no debe fijarse nunca en un solo punto. Coincide así la experiencia física de mirar con el dicho refranero de quien más mira menos ve, pues puede llegar, a fuerza de tanto mirar, fijando la mirada, a paralizarla en la ceguera, a cegarse los ojos, a no ver nada.

También nos dice Góngora en un verso que quien más ve menos dura Lo que parecería contradictorio. Y no lo es. Pues si más ve quien menos mira, será porque el mirar pasajero, el que no se detiene en lo que mira, el que no fija la mirada es, efectivamente, el que menos puede durar. Es un mirar, diríamos, que no dura porque se endurece. El otro, el que se detiene en lo que mira para verlo mejor, el que se hace la mirada fija, a fuerza de tanto querer fijarse en lo que ve es el duradero por endurecido: el que de tanto inmovilizarse en la mirada la endurece y la ciega. También se encallecen los ojos. Y tal vez por eso endurece el corazón. Que ojos que no ven, corazón que no siente, reza otro refrán. ¿Será que el corazón con los ojos se endurece, se encallece, se ciega, por fijarse en un solo sentimiento como la mirada en lo que ve, y siente menos de ese modo por sentir una cosa sólo? ¿También el corazón dejará de sentir, de latir a fuerza de querer sentirse en lo que siente, de sentirse sólo, que es sentirse solo?

“Quien más ve, quién más oye, menos dura”, escribió en un verso enigmático y bellísimo Góngora. Verso que pertenece a un soneto en el que nos habla el poeta del retrato que le hizo un pintor. Y cierra el soneto en su terceto final con ese verso.

Vemos en el soneto admirable del cordobés que es no sólo el ver, sino el oír, el que no puede fijarse en nada. Y sin llegar al bíblico “oír con los ojos ver con los oídos”, comprendemos que la identidad de la sensación-visual-auditiva, comporta un término de tiempo duradero que la inutiliza, paralizándola; que la destruye, o mejor diría la construye en su endurecimiento: la ensordece, la ciega. “Duro de oído”, se dice del que no oye.

Si se fija tanto el escuchar lo que se oye, como la mirada en lo que se ve, hasta cegarse el que más mira, ensordecerse el que más oye, también podría decirse quien más escucha menos oye: lo que todavía no es un refrán ni puede que nunca llegue a serlo. Pero, si existe, en este Sur, una copla que dice: “Quien más ve no es quién más mira / la aparente realidad./ Yo sé lo que es verdad / porque parece mentira”.

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