Al pan, pan y al vino, vino
“Ésta es una dictadura”
Rosalio Castillo Lara
En uno de los tantos encuentros que se celebran con el fin de encontrarle alguna solución a la grave crisis política y existencial que nos aqueja, un amigo le recomendaba al liderazgo opositor asistiera al psicoanalista y se hiciera un examen de conciencia. No le faltaba razón: hemos tenido de rodillas al caudillo en tres o cuatro ocasiones y la desunión y el bochinche nos han impedido finalizar la faena con la debida estocada. Es hora de una saludable autocrítica. Y de asumir el mandato unitario que el pueblo nos entregara el 4 de diciembre pasado.
Si bien comparto plenamente el argumento, no lo encuentro suficiente. A estas alturas del partido, más útil que un sicoanalista me parecería un otorrino o un oculista. Necesitamos recuperar la capacidad de escuchar, ver y oler lo que piensa, hace y nos reclama la gente. Pues a juzgar por los hechos acaecidos después del 4 de diciembre, la única institución que parece haber escuchado correctamente y olido con perspicacia lo que resuena y se cuece en el caldero del sentimiento popular ha sido la iglesia. La pastoral de la CEV y la extraordinaria homilía de Su Eminencia el cardenal Rosalio Castillo Lara constituyen el más crudo diagnóstico y la más penetrante campanada elevada a los ciegos y sordos oídos del régimen. Que en lugar de tomar la debida nota, ha montado en cólera lapidando al mensajero. Lo cual podría llevarlo muy pronto por la calle de la amargura. Pues al parecer y según todos los indicios, el 4 de diciembre el pueblo dijo basta. Y sólo está esperando una seña para echarse a andar. Cuando lo haga, no habrá quién lo detenga. Que cada quien se atenga a las consecuencias.
Los datos más confiables obtenidos hasta la fecha, en medio de este atronador silencio de Jorge Rodríguez y el CNE automatizado más ineficiente del universo, hacen calcular la abstención real – dejando fuera todos los maquillajes y votos nulos – en una cifra cercana al 87 por ciento. Es un sismo electoral que bien interpretado, según las coordenadas adelantadas por el propio Chávez Frías en Fuerte Tiuna en noviembre del 2004, constituye una verdadera catástrofe política para el régimen. ¿Qué sedicente revolución puede vanagloriarse de tal allí donde el pueblo no obedece las consignas de su líder y prefiere encerrarse en sus casas en lugar de salir a luchar por el Poder a campo traviesa? ¿Qué liderazgo revolucionario es éste que para arrastrar a sus combatientes a las urnas debe atraerlos con presas de pollo, sobres con billetes grandes o combos alimenticios?
¿Una sociedad de combatientes revolucionarios que prefieren la modorra dominguera antes que el llamado de la Internacional? ¿Revolucionarios que no salen al combate a menos que los harten de dinero? ¿Danilo Anderson, el chantajista, fungiendo de arquetipo del hombre nuevo? Que me cuenten una de vaqueros.
La sugerencia en cuestión surgió luego de dos horas de buscar fórmulas de consenso de diversa índole para motivar a los electores a participar en los cruciales comicios del 3 de diciembre próximo, para los que, medido en lenguaje político, falta más de un siglo. Lo dijo Hugo Chávez Frías en una entrevista al periodista chileno Manuel Cabieses. Palabras más palabras menos respondió a una pregunta por su proyecto para dichas elecciones con la tajante y obvia afirmación de que en política un día puede condensar años y que para diciembre falta un siglo. Adelantando un importante criterio dijo incluso que para dicho evento él tenía su propio proyecto. Lo ha hecho explícito desde entonces en más de una ocasión, a voz en cuello y en todos los tonos imaginables: “vine para quedarme”. Chávez no piensa en otra cosa que en entronizarse, por lo menos hasta el 2030. Cuando acometido de un súbito ataque de modestia vuelve a recordar la majadería de la brizna de paja en el viento resuelve el enigma con un “la revolución llegó para quedarse”. No necesita explicarlo, porque los ejemplos de todas las revoluciones llamadas socialistas es uno solo: no son otra cosa que el líder que las parió imponiéndolas a sangre y fuego. Lenin y Stalin, la rusa; Mao la china; Ho, la vietnamita, Kim Il Sung la norcoreana y Castro la cubana. Las otras no fueron revoluciones: fueron regímenes dictatoriales sin más adjetivos impuestos con la fuerza de las bayonetas del ejército de ocupación soviético. De modo que en lenguaje insurgente el asunto no merece otra interpretación: la revolución – es decir el teniente coronel Hugo Chávez – llegó para quedarse. Chávez, es decir, la revolución, no le entregará la banda presidencial a nadie. Que ésa es una antigualla de las democracias. Y ésta no es una democracia. En palabras del entorno parlamentario: “no somos mongólicos”. Iris Varela dixit.
Cuando las cartas están expuestas tan a la luz del día y bajo una claridad tan deslumbrante, debiera sernos elementalmente claro que Chávez no saldrá pacíficamente del Poder, obedeciendo el veredicto del pueblo expresado en comicios limpios, transparentes y legítimos. Para gente como Castro o Chávez vale exactamente lo que valió para Hitler. Y es muy bueno que el secretario de estado Donald Rumsfeld nos lo recuerde: para los autócratas las elecciones sólo sirven como vía de acceso al poder o para consolidarlo después que lo usurparan. Siempre terminan por echarlas al tacho de la basura, cuando ya no hay elección que valga para removerlos de sus cargos. Son la puerta de entrada de los déspotas: jamás las de salida.
Con una excepción: que estén boqueando, las piernas de su institucionalidad trituradas y el aliento de su fanaticada exangüe. Pueda que entonces, y para salvar el pellejo, acepten medirse y perder, siempre y cuando con un boleto al exilio en el bolsillo, la cuenta en dólares debidamente abultada o un certificado de buena conducta negociada con los nuevos administradores del Poder. Ya lo vivimos en carne propia el 11 de abril, cuando después de ser apartado a patadas del Poder por una auténtica rebelión popular se iba siempre y cuando con una fortuna para terminar su vida en Varadero. Después ya se vería. Para eso está el Tribunal Internacional de La Haya o la cárcel en un país que se precie de respetar las normas democráticas. Los ejemplos sobran: desde Pinochet hasta Noriega, desde Sadam Hussein hasta Marcos Pérez Jiménez, desde Somoza hasta Fulgencio Batista.
La excepción es la muerte en el lecho, si bien dicha fortuna les fue reservada a muy pocos elegidos: a Stalin, a Mao, a Franco y a otros pocos dictadores que murieron de vejez. La norma va por el lado de Hitler, Musolinni, Ceausescu: colgados de un farol, cremados, atropellados o guillotinados.
De modo que cualquier negociación en torno a un nuevo CNE, depuración del REP y abandono de inútiles maquinitas traga níqueles convertidas en aparatos electorales debe partir del elemental supuesto de que Chávez no se medirá en elecciones limpias, a no ser que las tenga mañosa o limpiamente aseguradas o lo obliguen las mortales circunstancias a salvar el pescuezo sometiéndose al veredicto de las urnas.
Soy del absoluto convencimiento que la oposición, particularmente la nueva, auténtica y consciente – que la otra jugará hasta el último minuto el papel de consciente o inconsciente quinta columna – debe trabajar simultáneamente ambos carriles: exigir condiciones imprescindibles y articular un poderoso movimiento de masas capaz de poner en jaque y arrodillar al déspota. De modo que si no quiere aceptar reglas del juego decentes se vea en la obligación de hacerlo. O irse por otra vía democrática, como cuando la rebelión popular del 11 de abril lo pusiera de patitas en la calle.
Ya se ha convertido en una majadería malintencionada señalar que “Chávez es derrotable”. Quienes lo afirman se enorgullecen de tal perogrullada, como si fuéramos unos oligofrénicos y estuviéramos ante Sansón. Señores de Perogrullo: ya ha sido derrotado. Lo fue el 4 de febrero de 1992, cuando en un ejemplo de ominosa indignidad se escondiera en el Museo Militar para salvar su pellejo. Volvió a serlo cuando llamara a la abstención en el 94. Lo fue de manera cabal el 11 de abril, cuando se le arrodillara a monseñor Porras y Monseñor Velasco para cuidar su pescuezo. Y sin duda lo hubiera sido el 15 de agosto de mediar una oposición con los pantalones bien puestos.
Se ha mantenido en el Poder por la incuria de los demócratas de la cuarta, especialmente de Caldera, que le agradeció su segunda presidencia poniéndolo en la calle. Por la insólita pusilanimidad del Estado Mayor, que mató el tigre y se aterró ante el cuero. Y por la cómplice blandenguería de un liderazgo electorero que le asestó un golpe mortal y lo dejó bravuconear con un triunfo que jamás tuvo. Como los tahúres, sucios y tramposos: Chávez ha ganado todas sus últimas partidas con cartas marcadas. Limpiamente, ya estuviera al fondo del tacho de la basura.
Condiciones electorales irreprochables y movilización permanente, decencia comicial y lucha de masas palmo a palmo. Sin excluir ninguna forma de combate. Esas son las dos caras de esta guerra a muerte. Para aquellos que siguen pretendiendo adormecernos con el señuelo de pre candidaturas y primarias, candidatos únicos y otras yerbas de insólita estulticia – como el mercachifle que en medio de esta feroz confrontación arguye que no es del gobierno ni de la oposición pretendiendo vendernos un viaducto portatil- , va siendo hora de abrir los ojos. No pierdan el tiempo, que la sociedad despertó del letargo. Es hora de comprenderlo.