Ahora que vamos despacio
Hay una canción infantil que nos cantaban de vez en cuando con la finalidad de llegar a una moraleja de acuerdo con la cual uno debía decir la verdad. La Canción de la mentira tenía un estribillo que señalaba que no se debía tirar piedras para bajar manzanas de un árbol de ciruelos que pertenecía a una anciana de 15 años. Se trataba de una pieza musical que llevaba la argumentación al absurdo con la intención de llamar la atención sobre la necesidad de decir la verdad. La mentira siempre tiene patas largas. Cuesta mucho mantenerla, es necesario seguir tejiendo y tejiendo falsedades para que la cosa no se caiga como un castillo de naipes.
De aquellos tiempos de la niñez recuerdo la historia de Pinocho, de Carlo Collodi, el títere de madera que por alguna mágica razón adquiere consciencia de sí mismo y es adoptado por Geppetto, el carpintero, como su hijo. Pero Pinocho no es un niño cualquiera, se trata de un niño travieso, desobediente, que no escucha a los demás, que atropella, que no tiene corazón, que no se da cuenta de que hace daño. Pinocho rompe las reglas, intenta salirse con la suya. Cuando se ve acorralado apela a lo que termina convertido en una compulsión: miente, miente de manera descarada, miente sin medias tintas, solo para descubrir que cada una de sus mentiras tiene consecuencias: al pequeño títere de madera le crece la nariz.
Debe decirse que la verdad no es una construcción declarativa, las cosas no son ciertas y dejan de serlo simplemente porque alguien lo manifieste de una manera o de otra. Estamos lejos de los tiempos medievales en los cuales la construcción de los criterios de verdad estaban mediatizados por la Iglesia, por la Palabra de Dios, por los criterios de la fe incuestionable en la infalibilidad de la institución sagrada y en la interpretación que allí se hacía sobre el mandato divino.
El Sistema Feudal era un sistema inquisitorial en el cual no existía la posibilidad de cuestionar la interpretación que se hacía de las escrituras o del Mandato Divino. El deber primario de los sujetos era el de obedecer sin cuestionar, se trataba de la lógica de la servidumbre, de la incapacidad para emanciparse, para discutir, la verdad y los criterios asociados venían pre- elaborados y no quedaba más remedio que aceptarlos sin chistar.
De ese tiempo a esta parte han pasado más de quinientos años, la Humanidad ha sobrevivido al Renacimiento y a la Imprenta, a la Revolución Francesa, a un par de Guerras Mundiales y a la Globalización sin que se nos haya condenado a quemarnos en el infierno. Los hombres nos hemos emancipado y desde allí hemos desarrollado la capacidad para cuestionar, para pensar de manera independiente, de dudar, al menos desde los tiempos de Descartes, acerca de la verdad sobrevenida.
MUCHACHO, NO TIRES PIEDRAS, TRALALÁ Entonces, uno no se explica cómo es que les arrecha tanto que uno tenga sus dudas acerca de la verdad que se elabora en los laboratorios de inteligencia de este gobierno. Cómo se pretende que uno crea que es posible que el Presidente se reúna durante cinco horas a trabajar con los ministros y no pueda salir ante las cámaras y saludar durante quince segundos. A uno le asombran las amenazas de Villegas. Sí, claro, del ministro Villegas, con la cara larga, con ese rictus de dureza que no le queda bien, que lo desdibuja, que hace que uno dude de sus palabras. Uno lo percibe al frente de un Ministerio de la Verdad Orwelliano.
¿Hasta cuándo puede sostenerse una mentira? ¿Es suficiente con que alguien escriba algo por twitter para que sea considerado como una verdad incuestionable? Ciertamente vivimos una religión civil, lo peor es que desde allí se pretende feudalizar nuestras interacciones sociales, se pretende que la verdad sea una construcción ideológica, se pretende que no hagamos otra cosa que asentir cada vez que Maduro abre la boca, sin importar lo que diga. Es interesante, se pretende imponer la obediencia ciega como si de un acto de fe se tratase.
Peor aún, se pretende realizar una lobotomía a quienes insistimos en la necesidad de pensar, de cuestionar. El pensamiento crítico tiene un carácter pecaminoso. Pues bien, me declaro culpable, insisto en la necesidad de que se pruebe aquello que se asegura que es cierto, y lo hago por convicción, para salvaguardar mi consciencia, para dormir tranquilo, es que de otro modo siento que me están mintiendo y empiezo a recordar canciones viejas y a ver narices creciendo en algunos de los miembros del gabinete. Ni modo: «por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas, tralalá».