Opinión Nacional

Agolpamiento de problemas

El gobierno es un gran fabricante de problemas. Ha corrido la arruga en relación a aquellos que lucían y lucen como los más urgentes e importantes, provocando otras sorpresas para avivar la llama del conflicto donde no lo hay o, al menos, sin la intensidad después adquirida.

De pronto son demasiados, tantos que resultan indigeribles para la opinión pública por la diversidad y peligrosidad del calibre. Surge Granda, como una vez Ballestas, punzando un choque con los poderes formales de Bogotá, sin que se diga de la prolongada estadía en Venezuela del sufragante puntual del revocatorio y de las regionales, y ni siquiera de una mínima relación de llamadas telefónicas realizadas acá por el “canciller”, como diligentemente emerge del caso del fiscal que no parece tan heroico según el canón oficial. En el hato “El Charcote”, la Guardia Nacional protegió al gobernador cojedeño ante la disconformidad de los campesinos, traicionados –por cierto- luego de ser utilizados, con olvido de la titularidad de las tierras, tanto como a los buhoneros urbanos suelen darle la espalda después de su seguro empleo como fuerza de choque. Ahora es que la Gaceta Oficial publica y autoriza la elevación del pasaje de transportación pública, cuando ha sido efectivamente cobrado desde hace más de un mes. Observamos que un poder dependiente como la Asamblea Nacional, dispondrá de una televisora, punta del iceberg de una multiplicación de emisoras del Estado que está exclusivamente bajo la égida dizque bolivariana, como si no bastaran los espacios concedidos por la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión. Las leyes sociales esperan largamente por los parlamentarios, pero hay prisa por aprobar la de Seguridad Social de la Fuerza Armada Nacional. El mensaje presidencial soltó la perla sobre la alternancia en el poder, como si no fuese una conquista histórica a la que el mandatario está dispuesto a desconocer.

La ventaja táctica reside –precisamente- en engordar la agenda pública con toda suerte de vicisitudes. Hay quienes advierten la necesidad de plantear –aisladamente- cada uno de los asuntos económicos y sociales, con independencia del drama político que los ata y muy fuertemente. Empero, es importante insistir en la crisis política que los explica, los agudiza y profundiza.

INFLACIÓN MINISTERIAL

Revienta el presupuesto público con la continua creación de ministerios. Experimentamos una inflación burocrática que, lejos de resolver los problemas, añade nuevos elementos y, a la vez, sirve para dar cupo a aquellos seguidores que conforman el partido real del poder, fundado en el erario público, frente a los que nominalmente lo sustentan en la calle que les queda, sin que descartemos el flujo de recursos que amaina desavenencias, alivia temores y estimula una larga espera para recibir las atenciones de palacio.

Es obvio que crezcan los despachos ejecutivos, ya que la idea esencial reside en un Estado que pueda afrontar cada uno de los asuntos, por más inverosímiles, que surjan en el país. Así como no entendemos todavía la pertinencia y la eficacia de una dependencia especializada en la economía popular, agravadas cada vez más las condiciones de vida de las grandes mayorías, tampoco que la haya para una industria ligera y para una industria pesada o, según la herencia del primer perecismo, dedicada a los sectores básicos, desprendiendo la minería del tradicional despacho del petróleo.

Más que reestructuración de la administración central, está el propósito de recrear el capitalismo de Estado tan conocido en Venezuela. Mientras haya renta petrolera, gobernar es llenar de hidrógeno constante y sonante los espacios burocráticos.

EL ROCK EN VENEZUELA

En un cómodo formato de bolsillo (o de metro), Gregorio Montiel Cupello entrega “El rock en Venezuela” (Fundación Bigott, Caracas, 2004), una crónica que penetra el acontecimiento musical, asoma importantes indicios sociológicos e, inevitable, pisa los linderos de la farándula. La interesante atadura de cabos, incluye el testimonio histórico de los protagonistas que emplean un grato y espontáneo lenguaje, en el que la obscenidad ya está dejando de serlo, recuperando palabras que el colectivo olvida, como el inglés “guachi guachi” (84), no sin subrayar el esfuerzo mismo del autor por transcribir el habla peculiar de Gerry Weil (78 s.).

Hablamos de más de treinta entrevistas realizadas entre 1992 y 1994, rescatando la versión de personas ya físicamente desaparecidas, como Adib Casta, que complementan la modesta bibliografía y apuntan a la necesidad de un próximo trabajo, más sereno, extenso y profundo, de quien hoy ofrece un esquema merecidamente histórico. Los “antes y después” (49 ss., 54), como el Festival Pop de 1967, las “Experiencias Psicotomiméticas” o el “Pop & Op Musical” de 1968, generando una periodización, comprometen más al analista que observó el momento “más original, decantado y maduro” del ritmo venezolanizado y su “peor momento” (65, 89, 100), precisamente con la aparición explosiva y –poco después- el inicio de la crisis de la bonanza petrolera.

La cómoda lectura, como si se tratara del libreto de las series difundidas por “The History Channel” y repetidas por “Vale TV”, nos lleva a las inmediaciones de la industria del disco y de la radio, como aliada fundamental, junto a los espectáculos en vivo, en este lado del mundo. Propiamente, nos interpela sobre la existencia, inicios, declinaciones y aparentes apogeos de un mercado local para el rock y la competencia entablada entre productos genuinos, virtuosos, valiosos y duraderos, ante la esporádica inundación de los artificiales, desechables, baratos y efímeros.

La radio obliga al rápido ensamblaje de una industria nacional y, aunque dice de 1953 como contacto “masivo” del país con el rock and roll (9), ella será la que concederá tal dignidad al ritmo, a finales de la década, partiendo de emisoras emblemáticas como “Ondas Populares”, pasando por “Radio Caracas Radio” y “Cultura”, hasta saber de un auge competitivo entre “Radio Capital 710” y “Radio Difusora Venezuela”. Además, no se sabía que las presentaciones e interpretaciones en vivo de los grupos venezolanos, representaban la despedida de las emisoras como locales dispuesto para la gratuita asistencia de un nutrido público.

Ineludible digresión, recuerdo que, a veces, acompañábamos a mi hermana mayor a deleitarse con los artistas, como Chucho Avellanet, nada rockero, por cierto, en sus visitas a “Radio Caracas Radio”, cercana al “Torreón” de la caraqueña urbanización de “El Paraíso”, pero más el aprendizaje que hicimos, en los tempranos setenta, partiendo de un gusto auténtico, a través de un pequeño radio de transistores debajo de la almohada, en horas de la noche: esperaba tanto “Reflexiones de mi vida” de “Las Mermeladas”, como creo se llamaban la pieza y el grupo, al igual que el inolvidable “I don´t know why” del “Syma”, para descubrir las colocaciones y comentarios de Iván Loscher (impresionándonos que Leon Russell tuviese un estudio de grabación en casa). En los ochenta, la cátedra estará a cargo de Alfredo Escalante y la “Emisora Cultura de Caracas”, cuando podíamos, a las cinco y media de la tarde, y los noventa, en la misma emisora, pero a las diez de la noche, Montiel Cupello y su raza cósmica, como el sobrio Julio César III Venegas en “Capital FM 105.5” de renovado jingle sobre las huellas del que caracterizó a la emisora en AM. Decimos de un periplo, una degustación y un criterio que permitía adquirir los “elepé” permitidos por el bolsillo, y – a la vez- una suerte de prolongado curso de apreciación musical, que nos llevó a compartir, más tarde, el Harrinson y el Dylan del concierto para Bangladesh o el “I´m going home” del “Ten Year After”, con grupos venezolanos insubordinados frente al “disco miúsic”, arribando a las playas de los ochenta con Yordano, Ilán, Colina, “La Misma Gente” o “Fahrenheit”.

La radio apenas es competida por la televisión en los ajetreos del rock, la cual se “desenlatará” de “Shinding” y “Hullabaloo” (35), para lucirse con “El Club del Clan” o “Ritmo y Juventud”, como una vez el “Sonoclip” de muy de principios de los ochenta, cuando Elisa Rego podía exhibir voz y gestos con espontaneidad, por ejemplo, dejaron atrás intentos importados como “Midnight Special” (aunque los seguidores de MTV no lo crean). Los “disyóquis” marcarán la pauta, frente a las tentativas de los “teleyóquis” como Escalante, Luis Oberto y Loscher, de quien –además- alguna vez le escuché que no colocaba a grupos del patio y en castellano hasta que no grabasen canciones a la altura de las mejores en la industria, al igual que digo recordar una tentativa de “videoclip”, porque enseñaban un “zeppelín” cuando Robert Plant y Jimmy Page se alzaban con “Escaleras al cielo” (¿en el canal 8 o 5?).

Décadas atrás, las grabaciones criollas eran prácticamente artesanales y rápidas (36, 40, 87), y serán “Los Claners” precursores en editar una canción ligada a un producto de la “Pons”, con obsequio de un 45 RPM (29), abriendo una senda inédita de comercialización del ritmo. La competencia fue con Billos´s y Alfredo Sadel, vendedores insignes de discos (116), inaudita hoy en la Venezuela atragantada por la piratería, y probablemente algunos grupos rockeros venezolanos de años luz, estarán en los remates de acetato del puente de la caraqueña avenida “Fuerzas Armadas”, invitándonos quizá a oír a Guillermo “El Zigüí” Márquez, que Montiel Cupello fotografía como una curiosa mezcla de Bob Dylan, Jim Morrinson y Alí Primera (81).

Los sesenta hablan del espectáculo en vivo, fresco e inocente de las verbenas liceístas o colegiales, habilitadas las insignes conchas acústicas de La Paz o de Bello Monte de Caracas (18, 47), o inusitadamente comercial: no pocas veces tropecé, en la Hemeroteca Nacional con las duras críticas propinadas a Cappy Donzella, uno de los más destacados propulsores de primera hora en el rubro. De pañales tratamos cuando nos referimos a las iniciativas locales, tanto como apreciamos la lejana candidez de los festivales pioneros del extranjero, como al ver de nuevo el Woodstock original.

El itinerario del rock venezolano ha deparado innovaciones industriales, como los discos de colores, y musicales, como los experimentos de “Los Impala” y Frank Quintero, los surcos de transición de “Ladies WC” y su valiosa pieza de colección, el virtuosismo de Alvaro Falcón o Joseíto Romero, que luego se vieron en “Ten Years….”, “King Crimson”, “Chicago” o Santana (43, 52, 58 ss., 74 ss.). Seguramente, contrastantes con la desbrujulada, atorrante y calambrante navegación de los grupos actuales que dicen hacer rock, en el estrépito de la mala imitación y exagerada arrogancia.

Inquieta que el ritmo necesaria y burbujeantemente se encuentre asociado con la noción de rebeldía, porque más de las veces parece un disfraz de tan mala confección que nos trae la realidad cruda que hace a las realidades. Encontramos una estupenda ilustración con el testimonio que dejó, en un “penjaús” de las “Fuerzas Armadas”, la célebre “La Lupe”, “rompedora de verdad” al lado de unos “hermanitos de la caridad”, como “Los Beatles” (30). La conversión misma de Donzella, a favor de la música y el atuendo folklóricos (89), afila más una ruptura que las banderas flotantes de la protesta industrializada, cuyas letras tardíamente se asoman al castellano en los setenta (75).

Hay un gigantesco amasijo de estereotipos vinculados al rock y a su pretendida innata rebeldía que, asombrosamente, en nuestro caso, recibió una formidable ayuda del Estado. De la formal e informal persecución, brevemente, nos reseña el autor de marras, pues era riesgosa la salida de los asistentes al “Club del Twist” en la caraqueña urbanización de “Altamira”, cuarenta y tantos años atrás (17), pero no olvido la fama adquirida por un prefecto de Petare que perseguía policialmente y desmelenaba a los jóvenes de acuerdo a la prensa de entonces, por lo que la referencia de Montiel Cupello sobre la lección del caso Vegas de 1973, obligados a cortarse el pelo y a portarse bien (88), tiene un sesgo de clase y una delimitación política al no considerar –además- otros fenómenos, como la aparición del “Poder Joven” y los ritmos asociados a uno de los dos fenómenos generacionales más sugerentes de la historia del país, junto a la celebérrima camada de 1928.

Amén de la droga y otros artefactos, hay una terrible y posiblemente involuntaria vinculación del rock con lo que hoy se conoce como la antipolítica. No en balde, Montiel Cupello cita dos estrofas de “Miraflores” de “Sentimiento Muerto” y “Políticos Paralíticos” del skaiano “Desorden Público” (121), sin mayores comentarios, que condenan a los aspirantes y ocupantes del poder, tributarios –en definitiva- de la destrucción de la política como noción indispensable: esas aguas también hicieron estos mares.

Creemos obligado Montiel Cupello a ahondar en un trabajo para el cual muy bien puede servirse del esquema que nos ha presentado, siendo convincente especialista en la materia. Polémicas como la que hubo en una ocasión, a propósito de la sección de cartas de un diario de la capital (107), contribuirán a la apreciación de una corriente venezolana de la música, cuya historia ha trabajado Félix Allueva y que, en la versión de un Paul Gillman que llegó a tocar con “Ni Fu Ni Fa”, sabe de extravíos. A los que también nos mueve y deleita el rock, esperamos.

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