Adriano
Ahora, hace unos momentos, Adriano González León se fue a encender sus hogueras en el país libre que anhelaba con toda su alma.
Que encuentre la paz que el país también necesita.
Silvio Orta
Las primeras noticias que de él se tuvieron fuera de Valera, corren parejas al quehacer periodístico-literario que apenas iniciaba en el diario El Nacional, tan lejos en el tiempo como la segunda mitad de la cuarta década del pasado siglo. Ya se percibía la calidad del humanista y cultor de sublimes formas de expresión que superaba con creces al narrador de acontecimientos y al fabulador común.
De las entrañas de los páramos trujillanos emergía el creador literario que fue. Atento a cuanto lo rodeaba y acontecía aún más allá del apretado espacio geográfico que habitaba, para plasmarlo en prosa amena y plena de colorido, sin hacer concesiones a la ampulosa mediocridad, evadiendo la vulgaridad y la deturpación idiomática, sin eludir el llano hablar del común pero suavizándole asperezas para que no desentonara y, más bien, sirviera de elemento enriquecedor de una frase o de un párrafo.
De esa manera, a lo largo de su ciclo vital, nos fue bautizando con su inmensurable sensibilidad y elevación espiritual, más siglos de cultura almacenados en el diminuto espacio de su cuerpo, con cuentos para mayores o cuentos infantiles que hacen aflorar el niño que todos conservamos oculto; con novelas, ensayos, conferencias y crónicas periodísticas, desvelando en cada palabra su erudición sin jactancia pero sin falsos arrebatos de humildad.
Duele asomarse al espacio vacío que dejó al partir. Extrañamos su presencia en interminables tertulias, en las barras y de sobremesa en la sala o en la terraza de nuestros hogares, donde lo único común era la enjundia de su oralidad, tan difundida en el programa “Contratema” transmitido por TVN 5, cuando corrían mejores tiempos y no lo había invadido la tristeza que le produjo el contemplar como la nación está siendo retrotraída a estadios políticos y socio-culturales que se creyeron superados.
Para quienes tuvimos la ventura de ser honrados con su amistad, no será posible imaginarlo ausente de nuestras reuniones. Allí ha de estar, por que ¿cómo olvidar los pasajes felices, escabrosos, divertidos o violentos de “Las hogueras más altas” o de “País portátil”?; ¡cómo no conmoverse al recorrer las páginas de “Viejo” y no disfrutar las narraciones de “Todos los cuentos más uno”, cómo dejar de enternecerse con la lectura del cuento infantil “Las hierbas de la neblina” y no sentirse atrapado en la fragancia que emana de “Damas!. Ni que decir del contenido y la forma de las crónicas en “El Nacional”: “Del rayo y de la lluvia” y, en los últimos tiempos “Duende y Espejo”, desde las cuales anatematizaba a gobernantes ignorantes y autoritarios. De allí que la posibilidad de olvido se inscriba en el mundo de lo imposible.
Bueno, pero después de tanta andadura entre letras, alumnos y amigos prodigando afectos y conocimientos, parece que se hastió de la patanería reinante, del cotidiano culto a la violencia con que la estupidez maltrata el intelecto y decidió marcharse sin aspavientos, con la discreción consustancial a los grandes poetas, para sumirse en profundo e interminable silencio de “redonda”, leyendo El Nacional frente a la barra de su última preferencia, posando su cabeza sobre el hombro oportuno de una dama, dejándonos un legado semejante al coro de los ángeles.