Acoger y venerar a los mayores
En una sociedad en la que hay 600 millones de personas mayores de 65 años, con unas previsiones de llegar a dos mil millones antes de cincuenta años, es preciso reflexionar sobre sus condiciones de vida. Sobre todo sobre su calidad de vida, porque una cosa es envejecer y otra bien distinta crecer y madurar. Dentro de cualquier anciano hay un joven que se pregunta con pasmo qué ha sucedido, cómo se le ha ido la vida sin la conciencia de haber sido vivida plenamente.
Esa es la experiencia de quienes frecuentan a personas mayores que viven solas, no tanto a las que conviven con sus familias y se saben queridas y necesarias. Esa sensación de soledad impuesta y no asumida, de ir desviviéndose al constatar cada día una nueva avería, una dificultad, una pérdida de elasticidad y de autonomía que van deteriorando su calidad de vida y convierte a quienes podrían ser fuentes de experiencia y de sabiduría en seres que procuran pasar desapercibidos, hasta hacerse casi invisibles para el resto de la sociedad y hasta de la familia. No quieren estorbar y se hacen a un lado, tratan de echar una mano pero desconfían de la torpeza de sus dedos, de la debilidad de sus manos, de verter el agua. Por eso se ocupan de los niños que los quieren y con los que juegan y ambos se saben felices porque no se juzgan ni se exigen ni se miden, sólo se ríen en complicidad establecida desde el corazón y la ternura. Si queréis aniquilar a un viejo separadlo de los niños.
Esto sucede porque hemos permitido la implantación del torpe concepto de que sólo lo joven es hermoso y valioso, porque dicen que es productivo. Abdicando de un mundo de valores sin los cuales el vivir carece de sentido, actúan como si todo estuviera presidido por el concepto materialista de la productividad, de la rentabilidad, del beneficio. Porque, aunque la vida no tuviera sentido, o no acertáramos a descubrirlo, tiene que tener sentido el vivir aquí y ahora, solos y en compañía.
Hemos caído en la trampa de que vale más lo que más cuesta. Así, hemos asumido con la mayor naturalidad que nos eduquen para ser “personas de provecho”, “útiles”, “para conseguir un buen trabajo”, “para tener títulos y capacitaciones que permitan entrar en el mercado de trabajo”. ¡Hasta hemos permitido que nos consideren recursos humanos, buenos para ser explotados!
Nadie dice a los jóvenes y a los niños que la educación tiene como objeto primordial ayudarles a ser felices, a ser ellos mismos para poder afrontar las circunstancias cambiantes de la existencia. Actuamos como si tuvieran que aprender a vivir para trabajar, en lugar de trabajar lo necesario para poder vivir con dignidad, felicidad y armonía. Conculcamos sin cesar que vivimos para tener, en lugar de vivir para ser nosotros mismos en compañía de los demás. Por eso procuramos doblegarlos desde la infancia, mediante la coacción y el temor, para que obedezcan, para que no pregunten, para que callen y se repriman en lugar de ayudarles a florecer su inmenso cauce de energía. Dentro de un orden, por supuesto, porque de lo contrario regiría la ley de la selva, la ley del más fuerte mientras que ahora esta se oculta en la mayor productividad posible. Pero un orden como resultado de la libertad compartida, de la búsqueda no de un deseo, porque el ser humano nace para realizarse en la vida al poder responderse a la pregunta fundamental “¿Quién soy yo?”
Tan pronto como consiguen su primer trabajo remunerado, ya no hay más tarea ni objetivo que trabajar y producir para tener cuanto más, mejor; en lugar de cuanto mejor, más. Así está estructurada la sociedad de consumo: tienes que tener para que te acepten, no para que te respeten y te acojan como persona valiosa y fundamental en la sociedad.
Con toda naturalidad, se ha asumido que, al dejar de producir, hay que aparcar a las personas mayores, para que no molesten, para que dejen su puesto a los más jóvenes, para que se ocupen de sus dolencias y de sus goteras. Por eso proliferan lo que yo llamo “aparcamientos de los improductivos”, sin reparar en que las personas mayores, en todas las culturas que han contribuido al auténtico progreso de la humanidad, han sido respetadas y veneradas bajo la ley no escrita pero sagrada de la comunidad. En China sería una falta de educación tremenda decirle a una persona mayor “¡Qué joven la encuentro!” En toda África y en India, así como en la América precolombina, a los ancianos se les ofrece el mejor asiento y los bocados más tiernos, se les consulta, se les escucha en silencio, se les facilitan las cosas para que sus vidas maduren en paz y con sosiego del que se beneficia toda la comunidad. Porque las personas mayores son el bien más preciado de la gran familia que compone una sociedad bien estructurada.
Hay que pedirles que no intenten ser otras personas distintas, así se convertirán en personas maduras. La madurez es aceptar la responsabilidad de ser uno mismo. Arriesgarlo todo con tal de ser uno mismo.
Fuente:
Centro de Colaboraciones Asociadas