Acapulco y sin museo
En la Casa del Viento hay una escalera que conduce al mar/ abajo entre
sus chácharas de espuma el mar acude a si mismo para no naufragar…
Ehecatlcalli, Acapulco, noviembre de 1958. Carlos Pellicer.
No quito el dedo del renglón y menos ahora, cuando el Guggenheim de
Bilbao acaba de cumplir los diez años de haber sido construido. Mi
insistencia en tocar la misma tecla es de índole constructiva, valga
la redundancia, porque una ciudad como Acapulco merecería contar con
un elemento detonador de actividad económica de la envergadura de un
gran museo del tipo de los que promueve la prestigiosa fundación de
Nueva York, que ya se ha instalado en varios países del mundo. En
América latina habrían pensado abrir un Guggenheim en Río de Janeiro,
pero el proceso de negociación fracasó por cuestiones políticas y
partidistas. La idea de la versión latinoamericana del museo llegó
hasta nuestro país, a Guadalajara, ciudad que ya cuenta con un peso
específico considerable en nuestra república y que hace bien en trazar
proyectos de esta naturaleza, pero que bien podrían multiplicarse o
redirigirse a centros urbanos en donde son realmente necesarios. Por
ejemplo, este puerto, que reúne condiciones ideales para la promoción
del turismo cultural, que tan solo en Bilbao arroja sumas
sorprendentes. Una vez instalado el Guggenheim en esa ciudad del país
vasco empezaron a recibir oleadas de visitantes que no han parado y
que dejan una derrama económica anual nada despreciable. Estamos
hablando de un millón de turistas al año, de los cuales más del
ochenta por ciento son extranjeros. Y allí no para la consecuencia
positiva de ese magno proyecto que contó con la participación de uno
de los arquitectos más famosos del mundo, Frank O. Ghery. La
construcción del discutido edificio que despierta pasiones
encontradas, o se le descarta violentamente o se enamora uno de sus
líneas erráticas, ha servido para poner en orden el propio plano
urbano de la ciudad. Bilbao era una ciudad que sufría la crisis de
unos astilleros otrora de gran prosperidad, pero ya no se encargan
barcos como antes. Conocí Sestao en los años noventa y presencié uno
de los espectáculos industriales más bellos, el momento en que la mole
de acero se desliza a la ría que lo conducirá a los mares de sus
andaduras. La emoción es indescriptible, y en ella se incluye los
riesgos que entraña una construcción millonaria que bien puede no
salir a flote, nunca mejor dicho. En mis épocas bilbaínas,
Pre-Guggenheim, deambulaba por las calles de un triste centro
histórico condenado al abandono. En esa ciudad siempre se ha comido
bien, pero la espléndida oferta gastronómica nunca es suficiente para
rescatar a una ciudad condenada al ostracismo. Surgió entonces la idea
de construir un museo que contribuyera a su desarrollo. Como todo
proyecto cultural hizo fruncir la nariz a la mayoría de los
empresarios locales y a un buen número de funcionarios instalados en
el inmovilismo y en la burocracia más rampante. Pero acabó
imponiéndose la utopía y hoy podemos hablar de la experiencia más
exitosa de una ciudad española, que además, ha limpiado el lecho de un
río que apestaba; ha remodelado y vuelto peatonales muchas arterias
que albergan negocios cada día más prósperos y convoca a un sin número
de artistas, diseñadores de moda, emprendedores en una palabra, que
han encontrado un clima fértil para sus iniciativas. Gehry ha
declarado que añora en sus proyectos posteriores el consenso alcanzado
en Bilbao entre técnicos y políticos y cómo acabó por imponerse la
necesidad de un museo recubierto de titanio de once mil metros
cuadrados entre las personas del mundo del arte que albergan serias
dudas sobre la conveniencia de un espacio de esta naturaleza. El
Guggenheim ya es objeto de varias publicaciones que analizan sus
alcances y limitaciones.
Bilbao está de nuevo en el mapa y de qué manera, con uno de los
edificios más imaginativos del mundo y con la muestra de exposiciones
que contribuyen a formar el criterio de cientos de miles de personas
que perciben que la cultura no es cosa de unos cuantos individuos
frívolos o desocupados.
Dicho todo esto, pongámonos a imaginar un puerto como Acapulco con un
proyecto similar. Se trataría de rescatar una de las regiones más
emblemáticas del Pacífico mexicano, la zona de la península de las
playas y los históricos acantilados en los que se refugió la llamada
pandilla de Hollywood, capitaneada por un Tarzán que encontró en el
puerto el lugar ideal para vivir sus últimas aventuras. Johnny
Weissmuller murió en su casa, un balcón de belleza inaudita hacia el
océano, pero antes de eso se divirtió a sus anchas, albergando a
legendarios actores y directores como John Huston y John Wayne en lo
que hoy es el hotel «Flamingo». Hablamos de la zona del puerto donde
Agustín Lara se inspiró para escribir el himno local dedicado a María
Felix y del sitio desde donde Diego Rivera pintó una serie de
acuarelas míticas. Allí, desde la casa de Dolores Olmedo que se asoma
a la «Quebrada» Carlos Pellicer escribió uno de los poemas más
deslumbrantes de toda su obra literaria.
Me refiero largamente a la región que alberga las playas de Caleta y
Caletilla donde aún sobrevive la estructura de un hotel único, el
«Boca Chica» de arquitectura que recuerda la más rica tradición
Liberty. Sus contadas habitaciones, porque se trata de un hotel en
plena remodelación a medida humana y no un supermercado con cuartos,
miran todas hacia la isla de la Roqueta y esa vista es la misma desde
hace cientos de años. Por sus orillas pasa una corriente oceánica que
convierte ese rincón en uno de los más limpios de toda una bahía a la
que castigan los escurrimientos de las montañas en épocas de diluvios.
Se habrán dado cuenta ya que soy un entusiasta de las causas perdidas
y digo esto porque muy pocos tienen fe en el renacimiento del viejo
Acapulco, para mi el más rescatable de los lugares bendecidos por la
naturaleza en el orbe, con su vegetación exuberante, sus brisas, sus
paisajes que cortan el aliento y el calor humano de gente que siempre
ha dado lo mejor de si para preservar su más alto patrimonio, su
hospitalidad. Así como digo que aquí nació el comercio internacional,
con el flujo de las Nao durante la colonia española, siempre recuerdo
que el turismo de playas como actividad económica en México, surgió en
la Bahía de Santa Lucia, otro de los dechados del mundo.