Abril, masacre y revolución
Todo se fue sucediendo de una manera vertiginosa e inasible. Nadie imaginó que lo que comenzó como un día jubilar, festivo, entusiasta, popular y democrático (la Marcha Pacífica “Ni un paso atrás”) se transformaría, en cuestión de horas, en una espantosa carnicería donde la vida y la celebración, la sonrisa y la solidaridad se transformaría en la noche de los gavilanes. Abril ha sido el mes más cruel; ha cancelado la tolerancia y la coexistencia pacífica para instaurar el odio y la venganza clasista. Un abominable zarpazo palaciego intentó, infructuosamente, expropiar abruptamente los sueños de una sociedad civil que ya ha dado vivas e inequívocas señales de su despertar. Según cifras extraoficiales hasta el momento se han contabilizado pérdidas materiales, por saqueos y destrucción de establecimientos comerciales que superan los setecientos mil millones de bolívares; otras fuentes –también extraoficiales- señalan que los días que Caracas estuvo bajo el influjo del Apocalipsis revolucionario se perdieron unos ochenta mil puestos de trabajo. En fin, el odio antagónico e irreconciliable entre las clases sociales se atizó tanto y de tal manera que ya es literalmente “imposible” apagarlo, o al menos atenuarlo. Por más que las facciones en pugna hacen amagos de esfuerzos por calmar las tensiones y las ansias de venganza política, el rencor y la retaliación continúan reverberando en el ambiente nacional. Es inocultable: el país está gravemente fracturado en dos grandes sectores que no dan indicios de reconciliación. Nadie quiere dar pruebas fehacientes de concertación. Todo parece reducirse a dos visiones excluyentes: chavistas y antichavistas. Así como en el período colonial que precedió a 1810 los venezolanos se escindieron en patriotas y realistas; hoy los que habitamos esta desvencijada “república de tristes” se comen el hígado mutuamente por unos ideales anacrónicos por los cuales no vale la pena morir.
La revolución llegó justamente a donde tenía que llegar, a avivar con sangre y fuego los odios atávicos que vienen atravesando los siglos desde los días de la conquista y colonización. Efectivamente, ya nunca nada será igual, al Presidente constitucionalmente electo por el pueblo en comicios libres y democráticos le quisieron dar a probar de su propia medicina. Afortunadamente no se consumó la deplorable felonía; no obstante hay una terrible lección que ineludiblemente debemos aprender: “no hagas a otro lo que no deseas que te hagan a ti”. En realidad el 4 de Febrero de 1992 y el 11 de abril de 2002 representan dos fechas históricamente tétricas, luctuosas y moralmente inaceptables. Y, como siempre, es el pueblo el que finalmente pone los muertos; la revolución pone las consignas, los “Círculos chavistas”, las armas y el dogma que ciega y obnubila; los empresarios ponen las avionetas, los carros blindados y las finanzas y las expectativas.
El símbolo patrio sin duda fue la metáfora representativa de la semana negra que vivió toda la nación venezolana durante el sangriento week end bolivariano. El color rojo representó el color de “la revolución” que – como toda revolución fiel a los cánones decimonónicos- deja de ser “boba”, como dice García Ponce, se materializa con la roja sangre derramada del pueblo de Bolívar. El color amarillo representa el oro plutocrático de toda la cauda atesorada durante décadas de rapiña y expoliación – como apuntó el gran Mariano Picón Salas- “de la conquista a la independencia”. El azul, obviamente, es la esperanza, el sueño colectivo, la ilusión de una nación hermanada por lazos solidarios y proyectada hacia objetivos supremos de creación de empleos y labor tesonera en aras del engrandecimiento de la patria grande y generosa que idearon los primeros próceres independentistas. De cualquier modo, bajo el prisma que queramos verlo, hay un solo camino que nos puede llevar a la reconquista del camino extraviado de la Unidad Nacional y ese camino no puede ser otro que enterrando el fantasma de la revolución.
* Historiador.