Opinión Nacional

¿A quién beneficia la delincuencia?

Ya ninguna clase de crimen, robo, asalto, secuestro express o muerte por un episodio de violencia, sorprende al país. Lo que ocurre en Caracas no desconcierta a nadie, por más extravagantes y rocambolescos que sean los actos criminales. La capital es un inmenso teatro donde se mueven bandas organizadas, pandillas callejeras, tribus urbanas o simples maleantes que han decidido ganarse la vida atracando gente o robando lo ajeno. En el Metro grupos organizados han asaltado dos vagones repletos de personas, en su mayoría ciudadanos humildes que iban o venían de sus trabajos. El último, que ocurrió hace apenas unos días en El Valle, al parecer fue perpetrado por una de las llamadas “tribus urbanas” que se desplazan por la ciudad. Estos son grupos de jóvenes, en su mayoría adolescentes, ataviados con una indumentaria que los hace parecer como miembros de una secta o de una horda fundada en códigos compartidos e inviolables. Después de este capítulo, un grupo de malandros, también en El Valle, a plena luz del día, bajó armado de los cerros hasta la Intercomunal, para hacer su agosto con los transeúntes y pasajeros que habían quedado atrapados en esa vía, luego de una protesta de unos buhoneros porque sentían vulnerado su derecho a trabajar. La PM claudicó frente al embate de los cuatreros. Ante la mirada atemorizada y cómplice de los uniformados, los asaltantes dejaron en la carraplana a sus desgraciadas víctimas. En 2010 se proyecta una cifra que da escalofrío: entre 15 mil y 16 mil muertes violentas, la mayoría de ellas producidas en eventos donde interviene la delincuencia. No es por casualidad, entonces, que sea este el problema que más preocupa a los venezolanos. El número de robos y sucedáneos en los que no hay víctimas que lamentar, ya ni siquiera se contabiliza. La gente que los sufre agradece que los males no hayan sido mayores. El país siente que está sometido a una guerra asimétrica, por lo desigual, con el hampa. Lo peor es que muchos de los delitos, incluidos los asesinatos, son perpetrados por policías o expolicías, alrededor de 25 %. ¿Por qué un gobierno, por demás militarista, que parece un carrito chocón porque hoy le declara la guerra al Cardenal, mañana a Colombia, simultáneamente a la MUD, más tarde a los gobernadores y alcaldes de la oposición, y un poco más allá a Imperio, que nada le ha hecho, no le declara la guerra sin cuartel al hampa? Resulta extraño. ¿Por qué un gobierno que encarcela a la jueza Afiuni, le aplica una pena cruel e injusta a los comisarios, mantiene preso a Baduel, persigue a Manuel Rosales, hostiga con sus huestes tarifadas a Globovisión y se ufana de haber creado la milicia bolivariana, no combate a los malhechores? También resulta extraño. Estoy convencido de que la apatía criminal del gobierno frente al auge desbordado del delito no es casual. Forma parte de una política destinada sembrar el terror y a minar las bases de la ciudadanía, las cuales no han podido ser destruidas luego de once años de autoritarismo. El crimen y la violencia le resultan funcionales al gobierno. Constituyen una pieza clave del proyecto de aniquilación de la sociedad civil independiente, autónoma y compleja que la democracia fue creando después de la muerte de Juan Vicente Gómez, y que se expandió y fortaleció con el surgimiento de los grandes partidos políticos, los sindicatos, gremios, asociaciones vecinales y toda esa amplia red de agrupaciones que la transformación urbana y la élite política estimuló que emergieran. En la actual etapa de la revolución los forajidos, los desadaptados, los transgresores de todo pelaje y, sobre todo, los criminales, integran un cuerpo de choque –aparentemente desvinculado del gobierno y del Estado- que cumple las tareas sucias que a los aparatos de seguridad del Estado no les conviene realizar de manera directa. Entre estas tareas se encuentra estimular que una clase media atemorizada se vaya del país. Los jerarcas del gobierno no son tocados por la inseguridad y la violencia, o apenas lo son ocasionalmente. Andan blindados con herméticos cordones de seguridad a su alrededor. Así ocurrió en Cuba durante los primeros años de la dictadura comunista. Pasado cierto tiempo, el hampa se convirtió en un problema y en un obstáculo que fue removido sin piedad por Castro. Esa fase no ha llegado ni llegará aquí. Antes saldremos del comandante por la vía de los votos, pues el pueblo que antes lo apoyaba no está asustado, sino asqueado por la forma como el caudillo se desentendió de la vida de los pobres.

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