A grito pelado
La edad es imprecisa. No importa la exactitud, son jóvenes de ambos
sexos. Llegan en grupo, casi siempre no menor a cuatro e irrumpen en
el café de moda, en este caso en una terraza de muebles mullidos. Se
sientan lo más confortablemente posible, es decir, casi se acuestan.
Suben los pies, descalzos o con sandalias sobre las mesas. Observan
los alrededores con aire de supremacía. Normalmente visten con ropa de
marca ostentosamente ostentada en las propias prendas, válgame la
licencia. El grupo, como un ser con cinco cabezas de nueva especie,
discute entre sí con el tono más alto posible. Reafirman su existencia
con la palabra «guey» o «chido» o «de poca» intercalada en cada frase.
No conversan, pontifican. El tema es el común y corriente en el
contexto social del que provienen, de coches a computadoras. Mientras
sueltan frases al azar responden vistosos teléfonos celulares. Suelen
traer más de uno. Sobre todo, son asiduos a un sistema dual con radio.
Prefieren éste último. Hablan con el altavoz instalado. Son
participativos. Implican a todos los vecinos en su conversación
entrecortada. Muchas veces están hablándose desde la esquina más
próxima. La llamada, repito, a gritos, es para anunciar su llegada con
los bombos y platillos del despliegue de poder que da el dinero y
todos los aparatos que podemos adquirir con él. No nos equivoquemos.
Los símbolos de estatus no son privativos de la condición
sociocultural. Podríamos notar también que a menores posibilidades,
mayor es el ansia de medios electrónicos. En realidad se trata de un
fenómeno de «nuevoriquismo» con matices muy variados en el despliegue
de su arrogancia.
Al mismo café acceden parejas con infantes, ya sea por su propio pié o
en carruajes de bebés macizos y enormes. Se abren paso a trompicones
entre la gente. Se instalan como si estuvieran comprando el metro
cuadrado. Los adultos charlan animadamente mientras los vástagos
corretean, entre gritos de emoción, entre las mesas de otros
comensales obligados a festejar los leves atropellos con gracejos. Una
mirada severa por el abandono pasajero de los niños nos metería en
problemas. Se iniciaría una confrontación con personas que se
consideran con el derecho de imponer su presencia y la de los ruidosos
muchachitos sobre la tranquilidad ajena. El café se convierte en un
Kindergarten sin profesores a cargo de la vitalidad maravillosa de los
niños. Los padres encienden cigarros y departen con ellos entre las
manos. Les tiene sin cuidado el prójimo. Son magos. Vuelven invisible
a quien los rodea. Humo y niños es lo de menos. Tampoco podrían
restringir sus efectos criminales; sería tanto como reconocer que su
derecho a fumar está siendo restringido. Voces altas, actitud de
propietario en espacio público, invasión de privacidad, chismes
compartidos, todo ello es parte de una supuesta normal convivencia en
los días que corren.
Del café, sin poder leer una página, sin concentración, sin conversar
un tema que amerita más atención, sin tener que impregnarse de la
peste del tabaco ajeno en cabellos, ropas y pulmones, uno se va al
cine. Es miércoles y una cadena de cines ofrece un descuento que
permite entrar a lo que se llaman salas VIPS, con asientos reclinables
y atención personalizada por los empleados de la dulcería. El ballet
de los mismos se prolonga una vez comenzada la película. Los
encargados, amables, trasladan alimentos y bebidas. Preguntan quién
pidió las iguarias, porque venden hasta «sushis». Cobran la cuenta.
Todo ello mientras la sesión ya está avanzada. Se introduce un
elemento de sombras chinas en la pantalla. Vemos cabezas recortadas y
escuchamos diálogos paralelos. No importa. Cada uno puede ordenar lo
que desee, sobre todo en la supuesta sala para Muy Importantes
Personas. En lo que sigue no hay diferencia entre los cines comunes y
los VIPS: suenan los teléfonos a mitad de los diálogos. Las personas
responden. En algunos casos explican que no pueden hablar, pero
tampoco apagan sus celulares. O entablan una conversación
supuestamente susurrada. En muy pocas ocasiones se salen para seguir
hablando. De todos modos, al moverse apresuradamente, incomodan igual.
La semana pasada conté seis las veces que diversas personas
respondieron con parsimonia sus llamadas. Nadie entre el público se
quejó Yo solía hacerlo. Pero ya recibí insultos y desafíos de casi
llegar a los golpes. Y terminé saliendo de la sala con un mal sabor de
boca y un sentimiento de profunda frustración.
La misma semana pasada, en las salas «Muy Very» cinco personas,
hombres y mujeres, decidieron reír más de la cuenta con la hilaridad
supuesta o real de la película. Otro u otra festejaban las carcajadas.
Un tercero daba su parecer sobre la historia. Otra le respondía que no
era así. La sesión fue olímpicamente interrumpida por gente para la
cual no existe el otro, esa entidad anónima que nos empeñamos en
seguir llamando el prójimo, con resabios de sentimiento religioso.
Nada más lejos de una absoluta falta de solidaridad. Me pregunto si
sirve de algo protestar por lo que parece ser moneda de cambio común.
No quiero enfocar estas inquietudes hablando de buena o mala
educación, consideración por los demás, respeto debido y otros
conceptos que se han ido diluyendo en discursos moralistas y
trasnochados. Ni siquiera creo que sea necesario darle mucha
importancia a un tema impensable en sociedades de estado de bienestar
más avanzado que la nuestra. No porque no tengan relevancia estos
atropellos a la convivencia pacífica, si no porque cualquier oposición
al estatus vigente en jóvenes irrumpiendo violentamente en los
establecimientos; de usuarios gritándose por los teléfonos radio; de
fumadores contaminando, o de señoras discutiendo a grito pelado sin
controlar a los críos, sería una inútil forma de utopía que no
conduciría a nada.
La llamada sociabilidad futura pasará por una elasticidad formidable
de la tolerancia o nos atendremos a un espíritu hermitaño. Al final de
cuentas nadie nos obliga a salir a la calle, a intentar conversar con
civilidad en un café, a tratar de leer libros y periódicos en lugares
de afluencia pública o a ver una película sentados en un cine donde
alguna vez vivimos la ilusión del silencio que da paso a una historia
vivida con placer en el fondo de una sala oscura, remembranza de la
caverna y la fogata a la que de algún modo estamos regresando ya,
entre barbarie.