Opinión Nacional

23 de enero y 4 de febrero

Escribo esta nota el mismo día en que se cumple medio siglo del derrocamiento del dictador Marcos Pérez Jiménez y del inicio del que sería el más prolongado período democrático de Venezuela, lamentablemente trastocado con la llegada de Hugo Chávez a la presidencia en febrero de 1999
Gracias justamente a esa democracia nacida el 23 de enero de 1958, fue como alguien ni la apreciaba ni estaba dispuesto a respetarla, logró su elección para dirigir los destinos del país y desde entonces manifestar su vocación de eternidad.

Los dictadores tienen por lo general el prurito de darle un barniz de legitimidad a sus regímenes. Fidel Castro, por ejemplo, acaba de convocar una vez más un proceso electoral en la Cuba aplastada bajo su bota desde hace 49 años. Se sabe que aquello es una farsa, una burla a la inteligencia
no solo de los cubanos sino del mundo entero, pero ese teatro se repite una y otra vez para que los cubanos que no han conocido otro sistema de gobierno en casi medio siglo, crean que realmente están decidiendo por sí mismos. En los tiempos del régimen comunista en la Unión Soviética se hizo popular el chiste de unas elecciones generales convocadas por el jerarca del momento. A cada uno de los electores que hacían cola, se les entregaba un sobre cerrado uno de ellos empezó a abrirlo para enterarse de su contenido pero sintió que alguien lo tocaba por la espalda y le decía con voz amenazante: “Camarada Popov, recuerde que el voto es secreto”.</IA

Otra de las artimañas de las dictaduras es elegir una fecha emblemática que pueda celebrarse como un gran día de júbilo nacional. Pérez Jiménez, cuyo inconsistente proyecto político era “El Nuevo Ideal Nacional”, eligió el 2 de diciembre, fecha del fraude que le permitió erigirse en presidente de la
República. Todos los venezolanos, desde los escolares hasta los universitarios y por supuesto maestros, obreros, profesionales, empresarios y militares, debían marchar por calles y avenidas del país en celebración de tan magno acontecimiento. El 2 de diciembre pasó a ser así más importante
que el 24 de julio, fecha de la batalla de Carabobo o que el 19 de abril y el 5 de julio, fechas decisivas de nuestra independencia. La asistencia era obligatoria y se pasaba lista para saber quiénes habían osado faltar y así demostrar que eran enemigos del régimen. Las democracias en cambio suelen descuidar su propia valoración: durante los primeros años hubo celebraciones populares del 23 de enero pero luego éstas quedaron reducidas a una sesión solemne en el Congreso y a uno que otro acto protocolar carente de emoción y de calor popular. No es de extrañar entonces
que quienes eran niños o no habían nacido cuando sucedió el derrocamiento de la dictadura, pudieran votar cuarenta años después por un militar golpista; uno que había emprendido aunque sin éxito, el mismo camino de felonía y traición de quienes derrocaron al presidente Rómulo Gallegos en 1948.

Desde que Chávez asumió el poder tuvo el propósito de imponernos una revolución y un socialismo de factura propia: un popurrí de estalinismo, fascismo, peronismo y castrismo, con copia corregida y aumentada de la grosera corrupción que caracterizó al gobierno sandinista en Nicaragua. Como
todos los regímenes de su especie, necesitaba de lemas, consignas y de una fecha para celebrar la nueva independencia nacional, la genuina. Ninguna mejor que el 4 de febrero; a pesar del ridículo que hizo, se empeñó en darle carácter heroico a ese levantamiento militar esperpéntico. La gran
diferencia entre las dos fechas, aparte del fracaso y de la comedia de enredos en que se transformó el frustrado golpe del 4 de febrero, es que esa madrugada, ese día y esa tarde no hubo un solo venezolano celebrando en la calle el intento de derrocar al gobierno democrático de Carlos Andrés Pérez. Por el contrario, hubo familias de militares que lloraron a sus muertos, muchos de ellos llevados a esa aventura bajo engaño, y de civiles que tuvieron la desventura de cruzarse en el camino de los alzados. En cambio, el 23 de enero de 1958, desde el momento mismo en que el avión en que el dictador Pérez Jiménez huía de Venezuela levantó vuelo, decenas de miles de habitantes de este país se lanzaron a las calles para convertir aquel acontecimiento en una de las más hermosas celebraciones populares y espontáneas que se hayan visto.

Como era de esperarse, este 23 de enero en que se celebra el cincuentenario de la caída de la dictadura, fue usado por el régimen chavista para omitir a quienes no le son afectos y para ensalzar -aunque de manera tibia- a sus propios héroes, unos cuantos comunistas ya desaparecidos y por tanto incapaces de pronunciarse y algunos que se plegaron al militarismo actual como si tuviese alguna virtud. Pero el próximo 4 de febrero las cosas amenazan con ser muy distintas de las que venían sucediendo desde 1999. Todo comenzó en Francia donde se la llama la marcha de un millón de personas y se ha extendido por toda Europa, Estados Unidos y distintos países de América latina: es el gran día de las manifestaciones mundiales en contra de las FARC. Aquí en Caracas se
hará un acto, en el Stadium universitario, de venezolanos, colombianos residentes en el país nacionalizados o no, y en general de todos aquellos que quieran protestar en contra de esa organización criminal y exigir la liberación de la totalidad de los rehenes en su poder. Que buen día eligieron los franceses, mejor imposible. Ningún otro más indicado para recordarle a Chávez su pasado golpista y para aguarle la fiesta a ese camarada, colaborador, defensor y curruña de la narcoguerrilla colombiana.

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