Voces imperecederas
«¡Oh mortal!, ¡oh mortal!, deshaz la rueda,
pues de vida a merced de la agonía
lo que te queda es lo que no te queda».
Calderón de la Barca
Una exaltada pasión de vida y muerte
No hay que salir del paso, decía Unamuno, hay que entrar en la queda.
Justamente: no hay que salir del paso para entrar en la queda. ¿De qué
pasos mortales no quisieron salir estos poetas españoles de la
generación del 98 -Unamuno, Ganivet, Maragall, Machado, Valle-Inclán,
Baroja, Darío, Azorín…- para entrar en la queda si esa queda es
aquello que nos queda de España a los españoles?
De un estupendo soneto de Calderón en que parece arder luminosamente la
rueda del más artificioso fuego imaginativo de su barroquismo, es este
verso final que dice: «lo que te queda es lo que no te queda».
Esa rueda que se deshace tan barrocamente como una rueda de artificioso
fuego centelleante, en el soneto de Calderón, como si lo fuera de la
fortuna humana, es, nos dice el poeta, la que nos deja lo que no nos
deja.
«Lo que nos queda es lo que no nos queda». ¿Lo que nos queda de no salir del paso es algo más que no salir del paso? Pues, ¿qué le queda al que se sale? No salir del paso. Entrar en la queda. ¿Qué será esto? Vamos a preguntárselo a nuestros quedados pasajeros del 98.
Rubén Darío, Machado, Valle-Inclán, Maragall; Ganivet, Unamuno…
registran sus voces imperecederas en la poesía española señalándonos en
el alma, dejándonos en ella una queda espiritual que las estremece,
musicalmente, con fervor de grito y de canto: de cántico. Es una
exaltada pasión de vida y muerte cercada, con armoniosísima musicalidad, de soledades y silencios. Hay como un cerco enorme de montañas, abiertas al mar, que hacen eco, por el paisaje, a esos lenguajes vivos. Hay un quedarse en lo que pasa en el empeño unamunesco de buscar paz en la guerra o entrañada en la revolución -como él decía hacia 1934-. El
quietismo estético -y extático, sin redundancia-, de Valle Inclán, es
también una voluntad de quedarse en lo pasajero. Y hasta encontramos un
remanso a su catarata de armonías, cadenciosamente prolongada por la voz del mar, con pozos de amarga modulación melódica en la voz de Darío: «sonante el paso en la armoniosa orilla».
¿En qué quedamos?, y no solamente ¿qué nos queda?, parecen preguntarse
estos escritores, esos poetas, que sienten que la sangre española les
quema los pulsos con ardorosa fiebre que prende en ellos su delirante
afán estremecedor. Quemante en los versos de Darío como en las prosas
encendidas como leño seco de Valle-Inclán, que arden en llamarada
gesticulante de sombras vivas, crepitantes, crujiente, gritadora.
También en Maragall, cuando aquella quietud, paz, sosiego que decimos de su verso, se nubla entre peñascales, nocturnos, como los que rodean a la Virgen de Nuria; «voltada de soletats». Y más dolidamente grita aún esta fiebre, este delirio, como en hondo quejido hiriente, en muchas páginas unamunescas, escritas con esa sangre viva, y desangradas, descarnadas por ella, hasta hacerse «lenguaje de hueso trágico».
Una quietud hecha de inquietud como aquella del muro de los siglos
victorhuguesco («una inmovilidad hecha de inquietud»), es la que
tiembla, se estremece, invisiblemente, por la palabra humana, cuando
ésta nos parece más inmóvil, más quieta. Así se nos aquieta el
pensamiento conmovido, el sentimiento, de lo español, en el verso de
Antonio Machado, en la prosa de Azorín, al remanso claro, transparente,
con que la inquietud de lo pasajero se espeja misteriosa en lo eterno.
No hay que salir del paso para entrar en la queda. Esa queda con que nos miran, desde sus espejos luminosos, con imágenes cada vez más vivas, los libros de Cervantes, los lienzos velazqueños. De ese «maravilloso
silencio» parecería tejida la estremecedora palabra lírica del poeta
andaluz. Diálogo del hombre con el tiempo -nos decía Machado-, que es la poesía. La temerosa, temblorosa, prosa de Azorín, cada vez más evadida de sí misma, nos dijo, más bien, que es como un ignaciano ejercicio espiritual de examen de conciencia. «El paisaje es un estado de conciencia», dijo Byron. «Del alma», repitió Amiel. «El lenguaje como paisaje» -y la recíproca: «el paisaje como lenguaje», que decía nuestro otro don Miguel- parecen espejarse ya, a nuestros ojos, en la prosa de Azorín y el verso de Antonio Machado, de muy distinto modo. La obra literaria de Azorín nos parece, españolamente estremecida, como una anatomía del desengaño. La de Antonio Machado, temblando de su propia
españolidad, como una finísima, tenue, delgada, transparente dialéctica
de la desesperación. De la desesperación por la esperanza y para la
esperanza. Y es que, como dijo el poeta sevillano: «El hoy es malo, pero el mañana… es mío».